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8.3.15

Hotel Kid: Pompeya

David Cronenberg

Ayer fui a ver Maps to the stars a la sesión de madrugada de una multisala. Las butacas olían a pánico, a soledad y a semen no derramado. Alguien se había dejado un reloj sin pilas en la fila cinco y los chicos del servicio de limpieza estaban colocándose en el parking, quitándose el olor de las palomitas con colonias altas en feromonas. Siempre que voy a ver pelis de Cronenberg me acuerdo de Sabina Spielrein -pero hoy no voy a hablar de ello- y de Pompeya

Pompeya, ahora hablando en serio, estaba muy jodida. Acariciarla era como acariciar uno de esos gatos callejeros abiertos en canal que agonizan en los andenes próximos a las zonas de servicio de las grandes ciudades. Había conseguido sumir a su analista en una depresión leve después de tres sesiones y cuando le pegaba la bajada de los antidepresivos se encerraba en su habitación del Hotel Kid a ver en bucle La casa es negra de Forugh Farrokhzad. La había deseado de veras, ya sabes lo que quiero decir. 

Había cenado con ella un par de veces en un Dinners económico que había un par de manzanas detrás del Teatro Kodak, y habíamos hablado de viejas películas de ciencia ficción, de una novia que ella se había echado un verano en una playa nudista en Oporto, de por qué era tan difícil encontrar buenas grabaciones de Jelly Roll Morton. Luego se ponía triste y comenzaba a dejarse las historias a mitad de contar, como si se hubiera depositado ante sus ojos una capa de polvo arqueológico y emocional. Sabías que nadie la había amado de veras. Yo, por mi parte, la había deseado de veras a la hora de la cena, mientras ella hablaba, fumaba Chester y le echaba (nunca llegué a entenderlo del todo) sacarina a la Coca Cola Zero. Me dejaba en la puerta de la habitación, me daba un beso rápido en la mejilla y subía en el ascensor dejándome un tanto incrédulo y aliviado a un par de horas del amanecer. En aquel momento yo tenía un viejo portátil Compaq que había heredado de un tío bosnio (lo juro, es verdad: tuve un tío bosnio, pero eso también lo contaré en otro momento) que me servía para ir esbozando críticas que luego no colocaba en ninguna revista. Por eso me abrí un blog, claro. Como todo el mundo.

Pompeya, ahora en serio, era un tipa de puta madre. Simplemente, las cosas no le habían salido bien: familia conservadora cansada de sí misma, colección de crucifijos y banderas patrióticas en el sótano del abuelo muerto, navajazos a la hora de la transición. Ella entendió que lo que quería de verdad era un marido, pero decidió combatir su propio deseo pirándose de casa, declarándose bisexual, tatuándose un frame de Robert Aldrich en la espalda y combatiendo la angustia con canciones de crooners pasados de moda y Alprazolam a granel. Era inteligente como un ratón herido y estaba mucho más guapa tras pillar unos kilos a base de vivir una temporada comiéndose las sobras que tiraban los turistas en las papeleras del Paseo de la Fama. Ni siquiera quería ser actriz. Ni siquiera quería trabajar en el cine. Simplemente quería vivir lejos de esa familia hijadeputa que pagaba una pasta por debajo de la mesa a los cofrades del Santísimo Aburrimiento y a la que hubiera dado la razón si se hubiera atrevido a cumplir su único deseo. Una noche me confesó que se había masturbado varias veces la primera vez que vio Crash -la de Cronenberg, claro- y entonces comprendí que se parecía mucho a las mujeres que me gustaba tener en mi vida.

Me besaba en la mejilla -queda dicho- y subía al piso superior, probablemente riéndose entre dientes y planeando las próximas malignidades, los próximos trucos de magia con los que me desvelaría cuando, disimulando, nos cruzáramos en la recepción de las revistas de tercera y las productoras porno. Era una tipa de puta madre pero a veces se miraba al espejo y lo que veía le hacía tanto daño que se subía en la primera limo que pillaba por la calle suplicando amor, sexo oral y una epifanía definitiva. Sólo consiguió una de las tres cosas.

Ayer fui a ver Maps to the Stars y, no sé si la has visto ya, hay una escena de apertura fantástica en la que Mia Wasikowska dormita entre los asientos de un falso Greyhound. Es tan hermosa, tan frágil, está tan jodida y uno sabe que ha tenido que tragar tanta mierda que pensé en Pompeya y en la manera en la que me decía, casi con lágrimas en los ojos:

- ¿Sabes, Aarón? Yo lo único que he deseado en la vida, lo único de verdad, es vivir la escena del traje de Cheerleader de Una historia de Violencia. El día que lo consiga, cuando tenga un marido que me siga follando después de una década, pensaré que he cerrado el ciclo y me mataré. 

    Sabía que hablaba en serio.

    Pompeya siempre lo hacía.

18.9.13

HOTEL KID: Alison

My aim is true
 
 A Alison no le gustaba el cine. Había nacido en la Cataluña de después de la Transición en una familia de la alta burguesía que desayunaba telarañas envueltas en ejemplares amarillentos de La vanguardia. La niña que había sido fue matriculada en un colegio trilingue una eternidad más allá del Raval e invirtió su tiempo entre hípicas, meriendas en jardines privados y cintas originales de Bom Bom Chip! Tenía esa extraña inteligencia impregnada del sufrimiento que venía y no se arrepintió nunca de esconderse detrás de su propia carcajada.

    La conocí en una cena con el colectivo latino de Los Ángeles a mediados de Marzo que dieron en un asador cerca de Vine. Era la única que fumaba del grupo, y a mi me gustó desde el principio porque era morena, llevaba flequillo y tenía una ligera diastema que me recordaba a la Anna Paquin de Margaret, pero con acento catalán y una enorme promiscuidad verbal. Me contó que no le gustaba el cine, pero que curraba para una multinacional con sede en Miami llevándose de gira a las futuras promesas del Indie latino, lo que a mí me pareció contradictorio y hasta ridículo. Los conocía a todos. Había alojado en hoteles de semilujo a Angustia y Boina, a la cantautora valenciana Turian Red, a las promesas del capital hipster que sacaban vinilos que, en el fondo, no compraba nadie o casi nadie. Sospeché -siempre me gustó leer entre las líneas de la lencería ajena- que había compartido cama y desayuno con un par de bajistas barbudos con camisa a cuadros y automáticamente sentí una suerte de camaradería de extrarradio, camaradería de niño pobre que tenía menos dinero para pasar el mes de lo que costaban sus complementos de plástico. Con Alison la amistad era una lucha de clases en la que siempre salía perdiendo.

    Llevaba -y compartía- un extenso inventario de hombres que habían tenido la sacrosanta costumbre de defraudarla. Nunca me lo contó, pero yo sabía que tenía una carpeta oculta en el Ipod con canciones incómodas, temazos de dientes afilados que se aferraban a su pelo y retumbaban en la parte de atrás de sus ojos. Por aquel entonces andaba liada con dos compañeros de la empresa, fijos-discontinuos, tipos con los que se marchaba a esquiar y a pasar las navidades, y desde Suiza me mandaba postales garabateadas llenas de discos que tenía que escuchar y de malos tragos, confidencias a la vista de cualquier cartero sin apenas frases subordinadas y con unas intuiciones de tormenta en los márgenes. Creo que no era feliz, pero se aferraba a la música y el día que yo le regalé un DVD de Jules et Jim me miró como si estuviera loco, o como si hubiera profanado una regla tácita entre los dos: Nada de cine, Aarón, y después chasqueaba la lengua, me sisaba un Pall Mall arrugado y se marchaba a la oficina. Alison crucificaba minutos y miradas desde el piso veintidos, estática junto a la máquina de agua y llenando sus intervenciones en las reuniones de adjetivos como Terrific! Outstanding! Inspiring!

    En la intimidad, a partir del cuarto trago, simplemente repetía una y otra vez su frase favorita. No sé que voy a hacer con mi vida, tío. No sé que voy a hacer. Luego me ponía el acústico de Everything but the girl y se quedaba mirando hacia la nada, escuchando en bucle su canción homónima. Estaban pasando los años y Alison lo sabía. Las viejas promesas del Indie eran glorias consagradas que anunciaban pepsi para los exiliados cubanos o se habían convertido en juguetes rotos, un día incluso me confesó que se había descubierto escuchando a Barbara Streisand en el Spotify y en aquel momento supo que ya no era joven. Esas cosas no se saben hasta que se saben.

    Pero vaya si se saben.

    No sé qué habrá sido de Alison. Me contaron que se había teñido el pelo, que se había operado la diastema, que se había apuntado a cursos de cocina para adultos. Me contaron que había vuelto a Barcelona, me contaron que estaba pensando en hacerse un doctorado, me contaron que había opositado para diplomática, me contaron tantas cosas que al final Alison se convirtió en una sombra detrás del último cassette que me copié de Elvis Costello, una palabra en un idioma extranjero que los amigos pronunciaban siempre después de las dos de la madrugada, un agujero negro en mitad de la memoria que me miraba fijamente. Nunca supe cómo era el gesto de una mujer con diastema al llegar al orgasmo, y ese tipo de cosas son las que me impiden convertirme en una máquina autómata de producir cosas.

     Por otra parte -ahora que casi friso los treinta ya puedo confesarlo- nunca soporté a las mujeres que querían ser la Catherine de Jules et Jim. Nunca soporté a la Catherine de Jules et Jim. Pero esa, ya lo saben, es otra historia.

Catherine

29.6.12

HOTEL KID: Bambi, un paquete de Donuts y una botella de Four Roses



(Ilustración de Almudena Caminero)

- ...con lo que Aarón, en fin, últimamente andas de capa caída con estas cosas, yo no puedo publicar esto, tienes que centrarte, focalizar, darte un tiempo, conozco un spa al norte de aquí, dejar que entre aire por algún lado, reducir la dosis de café, tomarte las cosas con calma y recordar que no todo es tan negro, que las cosas van cuadrando, poco a poco, pensar en positivo...

    Bambi. El puto Bambi. Bambi era un tipo bronceado que me había editado algunos artículos en sus revistas. Nadie sabe por qué, pero tenía varias secciones de cine y buenos anuncios de lencería femenina a doble página. Bambi representaba todo lo que odiaba en este mundo: una sonrisa de letrina inundada en Fluor-Kin, seguridad democrática en la votación moderada, discos de Enya en coches familiares, Daniel Goleman tras una sobredosis de Reiki.

    Pero Bambi pagaba. Puntualmente. De hecho, Bambi me pagaba doscientos pavos por conferencia y cincuenta pavos por columna, el doble si el texto lo firmaba un colega suyo que iba para Catedrático pero tenía el pequeño defecto de ser analfabeto funcional. Por ese precio yo le troquelaba todo tipo de textos, Laudatios Honoris Causa, manuales de la cosa - ¡Las 50 mejores películas de Zombies de los 90! ¡Marilyn: La biografía no autorizada!- que me iban pagando la habitación, los paquetes de Chester y las entradas del Rialto. A veces cobraba un extra e invitaba a Laura Lee a cenar en el Dinner´s de Vine, pero a ella solía picarle la nariz y acababa en la parte de atrás del coche con el puertorriqueño que fregaba los platos o con cualquiera que pasase calidad. Yo acaba siempre en el Seven Eleven con una botella de Four Roses y un paquete de Donuts, y de ahí me daba el piro a la sesión de madrugada del Rialto.

    Bambi, por el contrario, no le pegaba a las drogas. Las chicas del Hotel contaban que cuando Bambi dejaba a su mujer y a sus hijos en casa solía dejarse caer por las barras americanas de la Bahía de San Pedro para hablar con una mulata triste entrada en carnes que tenía tres hijos y una entrepierna en estado Def Con Cuatro. También me contaron que la mulata se quedó embarazada -quizá de Bambi, quizá de otro tipo- y decidió tener el niño. Cuando los servicios sociales le preguntaron por qué, ella respondió que aquel niño era un castigo de Dios por todos sus abortos anteriores y que ella, como buena cristiana, había decidido asumir su responsabilidad de una vez.

    Perdió al crío cuando estaba de cuatro meses.

    No sé si fue una gran catástrofe.

- ...fíjate, Aarón, esta crítica de Shame que me has presentado, y otra de Von Trier, yo no puedo estar siempre colocándote lo mismo, tienes que hacer otra cosa, escribe sobre Wes Anderson, que ahora está de moda, ¿puede ser? Tarde o temprano van a cansarse de esto, siempre lo mismo, y no será porque el cine no es algo mucho más amplio, ¿algo clásico? ¿un John Ford...? ¡Algo con un poco de luz, por Dios!

    Una botella de Four Roses y un paquete de Donuts da para mucho. Para no imaginar a Laura Lee entre las piernas peludas de aquel otro tipo que huele a Fairy barato y a hamburguesa quemada, por ejemplo. O para soportar sin llorar una reposición de The future de la July, mirar las dos entradas y que sólo te rasguen una, la gran fiesta del videoarte y de la crueldad, vamos equipo. Una botella de Four Roses y un paquete de Donuts son la dieta equilibrada para no acabar desequilibrado en esos fines de semana que comienzan un viernes lleno de ceniza y que se presentan eternos, solitarios, gélidos, inhabitables.

    Bambi conoció a su mujer en un garito de la zona guapa mientras sonaba Never gonna give you up de Rick Astley. Ella se quería dedicar a las inversiones de riesgo pero acabó pariendo tres niños y pegándole al Xaniax. Uno de sus hijos -el mayor- colecciona videos de zoofilia y utiliza la tarjeta de crédito del padre para entrar en ciertas páginas web rusas. La hija del medio quiere hacer un MBA y trabajar en inversiones de riesgo. El hijo pequeño canta en el coro del colegio anabaptista When Johnny Comes Marching Home y sus padres lloran, emocionados.

-...¿entonces harás ese esfuerzo por mí? ¿Si? ¿Me podré pasar por los artículos nuevos la semana que viene? ¿Algo de Wes Anderson, definitivamente?

    Asiento con la cabeza. Bambi me estrecha la mano. Deja su cheque encima de la mesa.

    Va a ser una semana muy larga en el Hotel Kid, ya puedes jurarlo.

27.3.12

HOTEL KID: (en fuga)



    Aquella noche había sido un festival de palomas descompuestas: el cheque del editor no había llegado a tiempo y mi foto empezaba a correr por las alcantarillas de la ciudad, el folio se había convertido en una alamabrada de espino y las cafeteras vomitaban sin ánimo un líquido marrón y helado. A Laura Lee le había dejado un boxeador que se había convertido en hombre de negocios y andaba cruzando el skyline de Los Ángeles en su alfombra de omeprazol y bupropión. En Rodeo Drive las putas se aferraban con una mano a su rosario y con la otra a su cuchilla de afeitar. Aquella noche los tests de Rorscharch se habían quedado en blanco, las modelos vetustas soltaban inspirados lagrimones en el dormitorio de su psicoanalista y los niños malvados de la periferia coleccionaban calaveras y vírgenes mexicanas.

    Aquella noche dieron El amor en fuga en la sesión de madrugada del Rialto mientras yo cultivaba pacientemente mi cáncer de pulmón con la determinación ausente de los taxidermistas enamorados, noche de cuerpos olvidados en la morgue y de barquitos de papel naufragando en las marchas de orín y bourbon de los callejones. Los ángeles custodios le pegaban al speedball en vena, los perros abandonados recorrían colecciones de cromos incompletas, los columpios oxidados, los paritorios en huelga de hambre, las carreteras a medio terminar bostezando de alquitrán, plan urbanístico, bostezando con la encía rota. Laura Lee, alineando vasos vacíos de gin tonic en el dintel de la ventana, funambulista de lunas rotas y escotes llenos de estrías, Laura Lee jugando a que el mundo era suyo y golpeando mi puerta para ver si me quedaban opiáceos o poesía, tú y tu cine sois una mierda, maldita sea.

    Los vendedores de seguros plancharon sus trajes, los enterradores sacaron la colada con un gesto de inmensa satisfacción, las niñas cuarentonas de la compañía de vodevil se pulían los incentivos en cremas anticelulíticas y las plantas carnívoras se encogían de hombros en el corazón ardiente de los chutódromos.

    Si no has vivido en Los Ángeles probablemente no sepas a qué me refiero.

    Aquella noche acabé compartiendo un cigarrillo a pachas con Antoine Doinel en la azotea del Hotel, discutiendo sobre lo único que realmente nos interesaba a ambos. Las mujeres. Las mujeres y su inversión directa en los mercados fluctuantes de la esquizofrenia.

- ¿Sabes, Aarón? - me dijo - A veces hablo con Christine Darbon, me agregó a Facebook hace cosa de un año. Me consta que es feliz. Al que añoro es a François. Desde que se marchó, no me jodas, el cine se nos está amariconando y se nos está llenando de cosas inservibles. La pantalla de cine es como una cama. O hay una mujer hermosa dentro o no sirve gran cosa.

    Yo pensé en Sissy Sullivan, una tipa a la que había visto hacía unas semanas cantando New york, New york en el bar del Hotel. No demasiado. Pero pensé en ella.

- Dicen que el cine es la vida... -siguió Doinel- pero quizá es mejor que la vida. Yo estuve con François la noche que murió, muchacho, y aquello no tuvo nada de cinematográfico. Yo pensaba que el viejo cabrón se iba a levantar con una inmensa carcajada, que me abrazaría, que no tendría valor para dejarme tirado en esta pocilga del mundo. Pero está muerto. ¿Sabes que es lo peor de que François esté muerto? Precisamente eso. Que está muerto. Y no se lo perdono. Eso es lo único que no le perdono.

     Abajo, Laura Lee vomitaba o recitaba el monólogo de Hamlet, no consigo recordarlo. Abajo, los ángeles, los santos, y vosotros hermanos. Abajo todo era un océano de smog y leche materna rancia.

23.3.12

HOTEL KID: Los cuadros de Linda Walker


   Aquella noche, muchacho, estuve hasta bien tarde discutiendo a ratos intermitentes con una rubia oxigenada y con mi botella de Four Roses. Perdí ambas batallas. Se rumoreaba que al Hotel iba a llegar una compañía de pin ups adolescentes con novios en la marina, y la rubia decidió castigarme por la infidelidad a priori. "Aarón, esto no son más que celos preventivos", dijo alegremente mientras me arrojaba a la cabeza las obras completas de Salinger. Sobreviví. Salinger también, por si quieren saberlo.

   El caso es que aquella noche no llegaron las pin ups, pero alguien en la habitación de al lado tuvo la brutal ocurrencia de poner un tema de 30 seconds to mars a todo trapo. Primero pensé que la rubia se había convertido en una walkiria oxigenada que me quería hacer la guerra gótica a toda costa. Atravesé henchido de heroicidad y pose decadente el umbral y me topé, cara a cara, con una tardoadelescente morena que pintaba un inmenso lienzo que parecía la resaca pictórica del bebé de Eraserhead. Y -ustedes ya lo saben-, siempre he preferido a las morenas o a las pelirrojas, y Linda Walker tenía la ética, la estética y el ademán de la poetisa confusa que a veces se piensa emo y otras veces se piensa dios en minúscula.

    En el Hotel nadie recordaba cómo ni cuándo había llegado. Simplemente apareció allí, tan silenciosa y tan inteligente que hasta ganaba al ajedrez a los ratones domesticados que pululaban por la cocina. Lo juro, lo vi con mis propios ojos. A veces coincidíamos en las sesiones de madrugada del Rialto, y después nos quedábamos despiertos, hablando de cine y tomando café aguado en la cafetería 24 horas junto a las putas con mala racha y los polis irlandeses divorciados. Una noche me preguntó a bocajarro:

- Aarón, ¿tu crees que el cine está muerto?
- Tan muerto como la primera zorra que intentó sobornar a Lucky Luciano, amor.
- ¿Y por qué seguimos metidos en esto?
 
 Yo no tuve respuesta. Se quedó en silencio y su mirada se tornó extraña y exiliada, como un cuadro de Hooper pintado con analgésicos. Sé que seguiría buscando respuestas, tenía ese mohín desgarrador de las mujeres insatisfechas y a veces pienso que sus cuadros eran pequeños pasaportes y pequeñas declaraciones de intenciones oscuras -esto es, verdaderas- que lanzaba a las cloacas de L.A. en espera de que soplara otro viento. El del norte, el del este, yo que sé. Linda Walker era una Dorothy de los lienzos oscuros sin casa a la que regresar, y por el camino, se rumoreaba que había enamorado a Tim Burton y que el propio director de cine la había perseguido de rodillas hasta un apartamento pobre no muy lejos de Echo Park. Lo comprendo. Una mujer que pintaba de esa manera -recorriendo y recortando el mundo, inventándose una trinchera que a veces parecía de caligarismo puro y otras un western alucinado por un demente- sólo podía adentrarse cada atardecer en una parcela deshabitada con vistas a la autodestrucción.
 
  Al contrario que la(s) rubia(s) oxigenada(s) con las que practicaba el tiro al blanco, Linda Walker no llegó a Los Ángeles para ser actriz de cine. Lo suyo era el arte, la dirección de arte, la invención del universo. No sé si lo habrá logrado. A veces me manda largas cartas desde los rincones más extraños del planeta -la última, por lo visto, desde una pensión histórica ocupada por fantasmas de la guerra de secesión en nosequé pueblo impronunciable de la costa este- y siempre me pregunta por la muerte del cine. Las salas de cine abandonadas, deshabitadas, llenas de los besos, los polvos en los palcos, las manchas de chocolate y las carcajadas de otros tiempos. La Walker comprendió mejor que nadie que el cine era una tabla oui-ja, una teleplastia desde la que Marilyn vomita psicoanálisis y joyceanismos mientras la sangre derramada de América corre por sus piernas. Su última carta terminaba diciendo:

"...todavía piensas que has ganado la guerra porque has publicado algunos libros, Aarón, pero la guerra la llevamos los dos dentro y ni siquiera el último libro de Losilla va a cambiar eso. Nuestra guerra es una guerra necrófila, una guerra contra la puta pantalla. Mírales: ellos seguirán vivos cuando nosotros ya estemos criando malvas. Y eso no se lo perdono. Después de todo, It's the moment of truth and the moment to lie
The moment to live and the moment to die
The moment to fight, the moment to fight
To fight, to fight, to fight"

25.2.12

HOTEL KID: La historia de Martin


    Martin, el viejo Martin, había llegado al Hotel Kid envuelto en una nube como de Ducados negro y con la misma historia -la mujer, claro- clavada en la garganta. Yo ya le conocía porque había leído algunas cosas sobre las cintas porno que rodó en los setenta, cintas en blanco y negro muy tristes llenas de tipas que miraban llorando a la cámara y follaban recitando en voz muy baja cosas de Dostoievsky, total que se arruinó y nos hicimos amigos. Ambos andábamos enamorados de Naomi, la taquillera que cubría los turnos de noche en el Cine Rialto, y siempre íbamos juntos a la sesión de medianoche para ver su pequeña geografía taconeando entre las luces rojas de emergencia, ágil y pizpireta como una puñalada o un parpadeo, así como atravesada entre una infancia no terminada y una juventud enferma de calendario. Naomi fumaba interminables y purísimos cigarrillos extralargos en la última fila, y yo pensaba que el haz del proyector se mezclaba dulcemente con su saliva y su monóxido de carbono.

    Martin me preguntaba cosas de España y siempre se descojonaba cuando le decía que apestaba al tabaco barato que fumaba mi padre, un tabaco como de tasca franquista o de calendario Pirelli, tabaco cañí sisado en las revoluciones más comedidas de la Transición. Martin decía que era feliz inventándose el futuro de cada mujer, escribiendo historias imposibles y extravagantes en los márgenes de las páginas de economía que sobraban en los retretes del fondo. Escribía y escribía enormes frases subordinadas y luego guardaba amorosamente esos márgenes de tinta sucia en su cartera:

- ¿Ves, Aarón? Esta historia... -decía siempre golpeándose con cuidado el bolsillo interior de su chaqueta-...será siempre más interesante que lo que ellas puedan contarme en largas noches de nicotina y sudor. Al final, todas las historias acaban siendo iguales. Por eso fracasé en el porno, porque a mi lo que me pone de verdad es la Historia. Y muy pocas mujeres tienen una Historia interesante.

    Naomi, como todas las taquilleras de los cines, tenía tras los ojos todas las historias del mundo.

   Una noche, Martin entró en mi habitación endemoniado y febril como un espiritista psicótico. El programador del Rialto había decidido mostrar una de sus viejas películas, en pantalla grande, como en los viejos tiempos, una extraña y dramática odisea sobre una adolescente llamada Aracné que se lo montaba con sus compañeras de internado y terminaba siendo violada hasta la muerte en un larguísimo plano fijo de noventa minutos por varios encapuchados que la grababan con cuchillos frases de Marx sobre la piel. Yo le pregunté quién cojones había pagado semejante brutalidad pero Martin se limitó a gritar, arrastrarme, jurarme que aquello sería, definitivamente, su oportunidad para regresar al candelero, para ser descubierto de nuevo, para ser escuchado.

    Finalmente, llegó la noche del reestreno.

    Como ocurre en todas las historias tristes que te cuento, el cine estaba completamente deshabitado, a excepción de los habituales onanistas, los borrachos que le pegaban al Southern Confort en las primeras filas antes de quedarse dormidos mostrando sus encías pútridas e históricas, y algunos jugadores profesionales de la heroína que andaban dormitando en los palcos sucios y con olor a orín. Martin llegó con la cinta ya comenzada, haciendo eses por el pasillo, susurrando lo mucho que le aterrorizaba ver de nuevo aquellos rostros -rostros de mujeres que, definitivamente, había deseado- ampliados hasta ocupar tantos metros, tantos centímetros, tantos haces de luz atravesados por el fantasma todopoderoso de Naomi con forma de huella nicotínica.

    Creo que nunca he visto una película pornográfica tan triste. A veces me giraba y distinguía los dos ojos de la taquillera clavados sobre la tela, ojos llenos de revolución que bebían ávidamente las rugosidades de un deseo monstruoso. Un deseo de falos, dientes, mandíbulas, oraciones, plusvalías, sangre, cavidades, susurros, un deseo punteado por el grito final de Aracné al recibir el último golpe -¡El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa!-. De pronto, se escuchó una detonación brutal en la sala. Martin, coincidiendo con el último orgasmo, se había volado la cabeza. Las luces se encendieron. Con una extraña calma, salieron en absoluto silencio los yonquis, los borrachos, las prostitutas, los travestis.

    Allí, en ese incómodo silencio, observé por primera vez a Naomi más allá de la oscuridad, más allá de las luces de neón, más allá de todos los oropeles del deseo. Y descubrí, aterrorizado, que lloraba. Su rostro, iluminado de pronto, era igual que el rostro gigantesco proyectado en la pantalla. Un rostro interminable, humano, conmocionado de recuerdo y de belleza.

    Salí a la noche y regresé en silencio a mi habitación en el Hotel Kid. Algunas veces, al leer el periódico, veo que siguen dando las películas de Martin en ciertos canales de pago, al caer la madrugada. He tardado muchos años en entender que los onanistas también tienen su propio lenguaje poético, un lenguaje que sólo es un fantasma de pólvora, sangre, semen y memoria.

22.12.11

HOTEL KID: Una polaroid a finales de Diciembre


   De las navidades que pasé en el Hotel Kid suelo recordar el frío, la alegría tonta y contagiosa, la rima de la ceniza purísima con la nieve sucia deslizándose al otro lado de la ventana, los yonquis mirando con los ojos vacíos el fuego de la chimenea, Laura Lee borracha como una cuba a las seis de la tarde y gritando con toda su fuerza el Auld Lang Syne con un peinado a-lo-Francis Bacon, el rimmel corrido, toda la grandeza y la brutalidad de la mujer. Laura Lee siempre celebraba el año nuevo desde el 22 de Septiembre, igual que todos celebrábamos los funerales de los ancianos silenciosos que se sentaban junto al árbol, ni muertos ni vivos, ahogándose en su reflejo esperpéntico en las bolas, bebiendo el champán barato que robábamos en los drugstores de Vine Street. De las navidades que pasé en el Hotel Kid de Los Ángeles siempre recuerdo la inmensa tristeza de las moquetas llenas de quemaduras, los chinazos en el corazón de la concurrencia, el hijo que se dejaba caer para visitar a su madre treinta minutos, dejándole un trozo de rostbeef congelado y una fotografía reciente de los nietos. Vendrán el año que viene, mamá, pero hasta entonces, no te alejes demasiado de la botella de oxígeno, ni de los telepredicadores, ni de la salida de emergencia. Están muy mayores, si les vieras, no les conocerías.

   Y llevaban razón. Los hijos, los padres, los amantes de otros tiempos se fusionaban con el eco de las galerías y tenían todos el mismo rostro, un rostro de papá noel envejecido antes de tiempo, de cadáver de mazapán o de jengibre. Al caer la noche -siempre caía demasiado temprano o demasiado tarde- hacíamos cola frente al televisor y daban It´s a wonderful life, y joder, tenías que haber visto cómo llorábamos siempre al final cuando la niña decía aquello de Look Daddy! Teacher says, every time a bell rings, an angel gets his wings! y entonces nos arrojábamos a la pista de baile sin importar gran cosa el futuro, y éramos todos un ejército de náufragos, de zombies, de drogadictos, de psicóticos, un ejército de niños perdidos en la tormenta, brindando por el final de la humanidad, mientras Laura Lee volvía a alzar la voz con el maldito Auld Lang Syne y uno de los ancianos se ponía a contar entre carcajadas que una vez había conocido a una mujer llamada Norma Jean que viajaba en el GreyHound con una maleta desconchada y juraba que nos enamoraría a todos, y Laura Lee se marchaba a la parte de atrás con algún otro tipo mientras yo me seguía sirviendo el mismo ron de la misma botella y me sentía nostálgico y estúpido, aunque importaba razonablemente poco, porque Andrei -el viejo exiliado ruso- encendía su árbol seco mirando a las estrellas, y después nos abrazaba con un gesto sincero, un abrazo estepario, un abrazo que era como un hachazo de Raskolnikov, quizá me guiñaba el ojo y me decía: "Casi lo conseguimos... ¿eh, Aarón?".

   Nunca supe a qué se refería.

   De las Navidades que pasé en el Hotel Kid de Los Ángeles guardo una cicatriz, una mancha amarillenta en el pulmón derecho que decora todas mis radiografías, una foto firmada de una aspirante a actriz que se quedó por el camino y el reloj de cuerda que le robé a un republicano que bebió demasiado y se quedó dormido bajo el piano de cola. Tenía otros fetiches, pero los he perdido. Tenía una copia del Frank Wild Years que le presté a Nomeacuerdo semanas antes de salir de la ciudad, y un álbum de fotografías que me dejé olvidado en una estación de tren, y un anillo que me robó una tipa que escribía poemas malos, muy malos. A veces recuerdo a los ángeles perdidos se desgarraban las alas al desplomarse de las azoteas, los duendes enganchados al vino que se abrían la cabeza en los callejones, los dioses hindús que vendían su cuerpo adolescente a los pederastas en los servicios del Rialto, los camellos, los jipis, aquel pensamiento que a veces me sorprendía -¿pero todo el puto mundo está solo en esta maldita ciudad?-, el loco que gritaba que se acababa el mundo, el portafolios de cuero, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ay, el pecado del mundo.

   Pero pese a todo, fuimos felices. Razonablemente. Después de todos, estábamos vivos celebrando el nacimiento de un Dios silencioso, oteando el horizonte, ya lo sabes, On Old long syne my Jo, in Old long syne, That thou canst never once reflect, on Old long syne.

15.11.11

HOTEL KID: Recuerdo de Jenna Lee Oswald


   Los desconocidos llegaban de manera extraña al Hotel Kid. Yo andaba por aquel entonces casi drogado con 1984, de Orwell, y me llevaba la novela como si fuera una especie de amuleto a todas partes: al desayuno gélido de las mañanas de Noviembre, a la sala de TV llena de sillones viejos infectados de ácaros casi tan grandes como los ancianos malolientes y olvidadizos que miraban la pantalla con ojos vacíos, a la hora final del gin tonic cuando me escapaba con Julius para cerrar la noche hablando de mujeres y jugar a las cartas. Los desconocidos llegaban y llegaban y pasaban dejando fragmentos de su sombra en las escaleras enmoquetadas, en los cuadros medio rotos y manchados, contando extrañas historias, pidiéndo un par de dólares, ofreciendo sus petacas.

    Aquel noviembre antiguo, un noviembre implacable incluso para Los Ángeles, llegaron al hotel Jenna Lee Oswald y un político republicano del que no recuerdo el nombre. La primera era una mezcla entre una comunista punk algo leída y una pin-up que encerrara un gesto histérico. El segundo tuvo la feliz idea de hacer campaña entre nuestra pequeña comunidad de inmigrantes, tarados, drogadictos, cinéfilos, enfermos de sífilis, tuberculosos, descendientes de esclavos, extras de tercera. Creo que andé un poco enamoradiscado de Jenna Lee, de la manera en la que se pintaba las uñas de los pies en mitad del recibidor sobre la mesa de Julius, fumando un tabaco negro malísimo y persiguiéndome con un ejemplar en italiano de Gramsci:

- A tí te falta ideología, Aarón... te sobra cine y te falta ideología...
- Y a tí te falta burdel, Jenna Lee... te sobran proletarios y te falta burdel.

    Tenía nombre de actriz porno, pero los cuellos mao que paseaba por las escaleras de emergencia no daban tregua a mis pequeñas lubricidades de escritor. Algunas veces se colaba en mi habitación cuando estaba aporreando la máquina de escribir y se tumbaba en mi cama sin hacer, contándome historias extrañas sobre su obsesión por la astrología, sobre extraños planetas aún por descubrir que escondían horribles y poderosos secretos que liberarían al proletariado universal. A veces me besaba en la mejilla, como una hermana casta, y se ponía a llorar susurrándome que su destino era concebir a grandes hombres, hombres de hierro para una revolución total y cósmica, parias enteros de todas las galaxias unidos en su útero cálido, maternal, comprometido, poderoso. Por los esquinazos del hotel se rumoreaba que Jenna Lee le metía al speedball, pero yo nunca pude ver sus brazos por debajo de la camisa revolucionaria.

    Mientras Laura Lee envenenaba mis sueños con sus Gitanes y su verborrea, el político también se paseaba por los pasillos haciendo campaña. Estrechaba manos, besaba a las mujeres, se sentaba a hablar de los good old days con los ácaros del salón de la TV, masticaba lentamente las pastas secas de las abuelas y se le hacían una bola (ideológica) por debajo de la camisa.

     Una tarde, me asomé a la habitación de Laura Lee para pasarle unas páginas que había escrito, en un inglés macarrónico, sobre el Chaplin comunista. Comenzaban diciendo -todavía lo recuerdo- "Beyond the horizon of the Big Brother, Chaplin´s cinema is the only solution". Su cabeza de niña punk o similar estaba alegremente enroscada entre las piernas del político, sus ojos llenos de rabia o de deseo, su boca llena de deseo o de rabia, la habitación enquistada de hedores incomunicables, sudores antiquísimos, puro rancio, grasas y pelos y suspiros y dimequetegustadimequetegusta. Se derrumbó mi militancia interior, como se derrumbaría unos segundos después el orondo e inmenso político sobre la buena comunista, a la que encontré hace cosa de unos meses aferrada a una cartera de ayudante del Senado y perfectamente maquillada, hablando sobre nosequé demonios de los bonos basura y los problemas de la sanidad. La boca que hoy jura lealtad a la serpiente, ayer tuvo a la serpiente presa y un poco antes, juró que la serpiente descendería -como una criatura de Lovecraft- del espacio exterior para salvarnos a todos.

    A la mañana siguiente se marcharon del hotel sin hacer ruido. Nadie entendió nada. Mientras bebíamos ginebra, Julius me confesó esa misma noche que los cabrones ni siquiera habían pagado su cuenta.

6.6.11

HOTEL KID: La chica que nunca escuchaba a Dylan





...habrá pasado casi un lustro, quizá cuatro años, pero la conocí en el 2007 tras el otoño de las grandes lluvias, cuando Los Ángeles era un desfase de smog y las aspirantes a actrices que se pasean por la puerta del Rialto comienzan a enseñar menos escote y a ponerse manga larga. La chica que nunca escuchaba a Dylan andaba todavía sobria recitando versos de Oscar Wilde a los gatos tristes, a las calles cortadas y a los borrachos que se dejaban caer por los bulevares. Yo todavía no lo sabía, pero quizá si hubiera mirado el mundo con más atención me hubiera dado cuenta de que apenas era una niña, una niña que había venido -decía Gil de Biedma- a llevarse el mundo por delante.



Creo que nos hicimos distantemente cómplices, aunque no demasiado. Apenas coincidíamos en la recepción del Hotel en alguna mala resaca para pasarnos unos alkaseltszers de bajada suave y tacto de cemento. Ella se había mudado a LA porque -como tantas otras adolescentes tardías de su generación- había perdido el tren de la contracultura y quería convertirse en vegana de renombre, salvar a los osos panda, cantar canciones en mi mayor y otros pequeños vicios que duran menos que el amor en una peli porno. Entonces, teniendo en cuenta que nunca supe hacer bien ciertos cálculos ni usar gomina, cometí el Gran-Error.



Con algunas mujeres, el Gran-Error es irse a la cama. Con otras, es pagarle unas fantas calientes en bares de mala muerte y peor salida de emergencia. Con la chica que nunca escuchaba a Dylan, mi gran error fue pensar que realmente alguna vez despertaría a medianoche en mi pequeña habitación del Hotel Kid y la encontraría con un cigarro a medio consumir tarareando I want you y leyendo algo de Ginsberg. Pensar que poco a poco descubriría -en el 2007 ella frisaba los 17 palos, así que todavía podía descubrirlo todo- el Are you experienced?, el Ok Computer, el cine de Bresson o la Teoría Afterpop. Jugar a ser Pigmalión, ya se sabe, troquelar con la precisión de un cirujano exquisito todo el excedente cultureta y gozoso del XX. El Gran-error fue pensar que el futuro le pertenecía, que sabría no equivocarse, no hacerse mayor, no acabar corriendo los domingos por la mañana junto al entrenador personal en gimnasios con luces indirectas. Pensar que los sesenta seguían aquí, en la era de la comunicación 360, las lágrimas de Lehman Brothers y la musiquilla mojabragas de Justin Bieber.



Pensar, en fin, que si le regalaba el Nashville skyline no me miraría como si fuera un extraterrestre. Pero ya lo dijo Manuel Torreiglesias: "¡Claro que sí, campeón!".



Por lo demás, pasó el tiempo como pasa casi siempre. Hace una semana acompañé a Julius -el conserje de color de nuestro hotel- al depósito para retirar el viejo Oldsmobile del 55 que había dejado tirado de cualquier manera en la hora de los oficinistas, y me topé de cara con la chica que nunca escuchaba a Dylan. Me contó lo que ya sabía, lo que no quería saber y lo que cualquier tipo más listo que yo se hubiera imaginado: que ganaba un pastón como representante de una importante marca de papel higiénico, que el MBA había sido lo mejor que le había pasado en la vida, rollo-conoces-mazo-de-gente-networking-y-tal, que no pensaba tener hijos en los próximos cuatro siglos porque su trabajo era lo más importante y que había aprovechado un viaje relámpago a Miami para ver en directo a Ana Torroja, que siempre le había gustado mucho.



Me marché casi sin hacer ruido. Seguía estando buena, claro, pero había perdido la posibilidad de ser alguien interesante por el camino. Y la historia, esta pequeña historia, terminó como deben terminar siempre las buenas historias:



As I was walkin' away
I heard her say over my shoulder,
"We'll meet again someday on the avenue,"
Tangled up in blue.