20.7.12

Homeland (I): Lost, Dexter, Apuntes postlacanianos

 
  Para muchos, Homeland ha sido la gran sorpresa de la temporada. Sin duda, Michael Cuesta es un hombre que tiene un saber y que -al contrario que J.J. Abrahams- trabaja sobre la problemática del malestar. En realidad la línea que separa a ambos creadores es la línea que separa al primer Lacan del tercer Lacan, o incluso, la línea que escinde a un cierto Freud de un cierto Lacan. Durante los próximos días publicaré una serie de entradas tomando Homeland como punto de partida para levantar una serie de reflexiones estéticas, psicoanalíticas y políticas que igual sirven para algo, o a lo peor, se enquistan como pajas mentales al calor de la cultura pop.

    El primer Lacan -al menos, el de los tres primeros seminarios- está encerrado en Lost. Los ejes de Lost eran, básicamente, la comunidad y la palabra. Todo Lost puede ser entendido como una recuperación del Nombre-Del-Padre (o incluso, de los Nombres-Del-Padre), en virtud de la introducción de una determinada palabra. La enfermedad mental sonaba en sordina, y el padre muerto ofrecía una reconciliación -la reconciliación definitiva, a juzgar por el último capítulo- que permitía al sujeto traspasar un umbral cegador en una especie de reflexión sobre la justicia universal. La pregunta principal de Lost era, después de todo: ¿Cómo podemos formar una comunidad -o si se prefiere de otra manera: cómo construímos un Gran Otro? El Gran Otro aterroriza a J.J. Abrahams, que lo convirtió en un personaje bondadoso llamado Jacob. Cada temporada de Lost reescribe al Gran Otro: ora es una entidad anónima que vive en una escotilla y lanza comida sobre la isla, ora es la Isla en su totalidad -con sus designios caprichosos e inescrutables-, finalmente es un tipo rubio que juega a un tablero indescifrable. La rabia de muchos seguidores de la serie estalla precisamente cuando se traiciona al Gran Otro poniéndole un nombre, poniéndole un rostro, y de ahí saltando al Gran Otro Total (Dios) sin solución de continuidad.

    Entre Lost y Homeland, como una hiancia, se encuentra Dexter. El Padre se ha convertido ahora en una entidad directamente homicida, cruel pero justa, un irónico refrito del Antiguo Testamento. De hecho, el Padre en Dexter aparece en las primeras temporadas como un delirio, una construcción psicótica del protagonista que le invita a regirse por un "código" -indescifrable, homicida- que le permite a su vez asumir dos posiciones simbólicas: la del justiciero y la del padre de familia norteamericano. Dexter Morgan, en cierto sentido, aniquila la fórmula mágica del héroe que debe pagar un precio por serlo. Al contrario que el Ethan de Centauros del desierto, Dexter es como el sujeto postmoderno total que puede tenerlo todo: el goce, el control mental (ese "vencer a su pasajero oscuro"), el ejercicio de su propia paternidad. En la serie, si se han dado cuenta, el verdadero problema no es el acto de matar, es la familia. La familia es esa estructura incómoda a la que uno todavía tiene que plegarse, lo que impide la plena realización del sujeto, lo que incomoda. La dualidad Dexter/Debra es como la dualidad Brandon/Sissy en Shame: La familia ya no es lugar de construcción, sino de contención de la enfermedad mental. Pero el sujeto, por supuesto, prefiere su Goce-Uno, que es el goce de arrasar con el cuerpo del otro (apuñalándolo/penetrándolo).

    Con lo que, finalmente, la llegada a Homeland es un mecanismo sorprendentemente coherente. Aquí se vuelve a proponer esa dicotomía tan querida a la narrativa postmoderna: el personaje noble completamente destrozado en la esfera de lo íntimo frente al monstruo que se exhibe como modelo a seguir. Pasamos de puntillas por The wire y llegamos a la casilla de salida: El monstruo familiar es ya plenamente el terrorista, el tipo que cultiva un obsceno Gran Otro en la tranquilidad de su garaje -igual que Dexter buscaba desesperadamente lugares para montar su "oficina homicida"-, el que comprende los mecanismos de la ideología como los pasadizos necesarios para incorporar una justicia basada en la venganza. Brody es, en cierto sentido, Dexter: ambos quieren matar para hacer justicia. Su acto es noble, y su razón de fondo es psicótica: un Gran Otro enfermo (el padre loco, el fanatismo islámico). Abu Nazir/Harry es una suerte de alucinación sedienta de sangre que finge servir a un poder superior. Pero no hay que dejar engañarse: Abu Nazir y Harry gozan. Por supuesto que gozan. Aunque pongan ese rostro serio de me-preocupo-por-tu-sufrimiento-y-por-la-justicia, ambos mecanismos de destrucción del sujeto están completamente bañados de goce.

    Con lo que, para empezar a pensar Homeland habría que empezar a despejar el discurso de sus múltiples capas de goce. Y de eso nos encargaremos en el próximo post.

1 comentario:

federicobit dijo...

Muy interesante el comentario sobre Dexter, aunque no me atrevería a afirmar que la aparición del padre muerto sea en esta serie un delirio psicótico, me recuerda más a lo obsesivo de Hamlet.