9.11.14

"The Babadook", el inconsciente y las cartas de amor

El amor nunca desciende hacia la parte inferior de la cama...


..ni está, por supuesto, encerrado en el armario...


De hecho, la parte inferior de la cama y el armario podrían ser, precisamente, el territorio del más-allá-del-amor, o del resto sensual que excita a nuestros esqueletos y que nada quiere saber del amor. Así, tras las rápidas copulaciones el deseo desciende como una serpiente junto a las pelusas y dormita allí con un único ojo amarillento y vidrioso abierto (extraña sonrisa, también extraña noche y extraño cuerpo fantaseado). Del mismo modo, el armario esconde los cuerpos que no somos y que siempre están dibujados en el tiempo que nunca regresa o que nunca llega. De hecho, hay un cierto escalofrío en la humanidad que se dibuja en un cuerpo que flota en el vacío...



(humanidad o juego temporal, todo sería discutible).

¿Dónde se localiza el amor, por otra parte, si no es en el interior de la palabra? De hecho, podría pensarse que el invento mismo de la palabra no es sino la gran conquista humana no tanto para ceñir lo real ni para explicar -no digamos ya comunicar- nada en absoluto, sino simplemente para dejar que la pulsión quedara fuera, expulsada, y por lo tanto, se pudiera observar con la distancia necesaria para no quedar arrasado. De tal manera que, si Lacan tenía razón cuando señaló que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, bien podría ser que el territorio del amor fuera, propiamente, un libro.


Pero no cualquier libro, sin duda. Una colección de cartas de amor, quizá. Un libro con un título indescifrable, forrado del rojo más agresivo y que invita a una lectura en abismo. De hecho, qué sería el amor, que sería el deseo, sino muy precisamente...


 
Aquello que precisamente pertenece al orden de la palabra (queda dicho) o de la mirada. Es curioso que el Babadook, ese monstruo inescrutable, sea invencible precisamente cuando es nombrando o cuando comparece a la mirada. Decir/Mirar siempre es mucho más interesante que Hacer-El-Amor, que generalmente es algo que ocurre en el más respetuoso de los silencios y, entre las parejas menos acostumbradas a su trauma, con la luz apagada o los ojos cerrados. Hay que dejar sitio, ya se sabe, para el fantasma. Para esa imagen exquisita que se arroja contra la cama con una única demanda...



Let me in!

¿Pero hacia dónde? ¿Hacia la piel, hacia el interior de la piel? [En otro momento de la cinta, lo sabemos, el Babadook desciende hacia el interior de la boca, el viejo sueño de la succión, de ser comido para no tener que preocuparse ya de expulsar palabras] Let me in! Hacia el interior, hacia el territorio que la pesadilla fundamental que ni siquiera James Barrie pudo domesticar: hacia ese espacio en el que ya no tengamos que cargar con la pulsión ni con sus demandas.

Y sin embargo, ya se sabe, intentamos destruir los libros, negarlos, comportarnos como si nada hubiera allí escrito. En un primer momento, los dejamos apartados en el interior de nuestro pequeño habitar doméstico...



Pero lo escrito, por supuesto, retorna. 


Y lo hace, además, con el mismo mantra, amplificado por los años:


Pero no hay que engañarse. La tremenda boca del Babadook, si ustedes ya han visto la película lo saben, no quiere comerse a ese cuerpo entristecido y roto que no tiene apenas deseo, ni vida, y para el que la muerte sería, en cierta medida, un gran alivio. Se conforma con encontrar un cierto lugar, un cierto espacio, desde el que nutrirse de la podredumbre.


Lacan dijo que el inconsciente estaba estructurado como un lenguaje. Pero Freud, en El malestar de la cultura, dijo que el inconsciente era un espacio mental atravesado por distintas capas de tiempo. Una milhoja pulsional y temporal de deseo.

Quizá el inconsciente sea, por lo tanto, un libro con olor a sótano, o un sótano en el que almacenamos todos nuestros libros.

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