30.7.14

"Wendy and Lucy". Un texto político.

Kelly Reichardt

#01. Dos ideas/Dos proyecciones.

01a. Vi Wendy and Lucy por primera vez hace cosa de tres o cuatro años, en un DVDRip de baja calidad. Recuerdo que la proyección me resultó extrañamente incómoda, casi aburrida, y pensé para mis adentros que Kelly Reichardt no era para tanto. Luego, el ejercicio de sepultar la película entre otras tantas.

01b. Vi Anarchy: La noche de las bestias hace tres días en la sala deshabitada de un gran centro comercial. Recuerdo que la proyección respondió con precisión a una suerte de angustia política que llevo incubando desde hace algunos meses que surge básicamente de una contradicción: el rechazo hacia un cine político explícito que me repugna profundamente por ineficaz y, a la contra, la fascinación ante la película de DeMonaco que, bajo su aparente levedad, incide con precisión en mi manera de entender las relaciones entre ideología y espectáculo.

Pero a propósito de Wendy and Lucy...

#02. La historia de Ramonet.

    A Ramonet, me cuentan, se le conoce en el barrio de toda la vida. Le dejaron la mujer y las hijas para darse el piro con un promotor de cuando las Variaciones Gürtel y comprarse un adosado en la zona del pinar que da a las calas donde la gente bien saca plata a sus palos de golf y fuma Marlboro Light. Ramonet se quedó en la ciudad, donde los pisos sin aire acondicionado y los BMW de la droga, amamantado de Don Simón y coleccionando los tickets de la rifa de la cirrosis. Extrañamente optimista, enamorado y confidente de las toxis del Proyecto Hombre que bajaban a hacer la calle, Ramonet se convirtió en la estatua humana de la puerta del Mercadona que ayudaba a las ancianas con el carro y, a veces ayudado por la Naltrexona, hacía de su Indigencia Hacendado algo así como una labor literaria y pintoresca, una humildad de barrio y chándal sucio mangado de los contenedores de Ropa Amiga.

    Ramonet, como los hombres que no tienen nada, se había quedado con un perro feo y jodido al que había llamado, en un guiño cinéfilo inesperado, Rocky. A Ramonet le gustaba aquello porque se acordaba de que había visto la peli cuando la dieron en el Rialto, casi recién casado, y casi al final, cuando Stallone está gritando aquello de "¡Adrian! ¡Adrian!" miró de reojo a su mujer y supo que la quería. Así que Ramonet y Rocky, casi desde hace cuatro años, han estado asombrándose de seguir vivos en la sombra de las mañanas de Levante, extendiendo la mano, mercadeando tras el Mercadona, pegándole al brick, y si la cosa iba bien y había un billete entero, fumándose una base para celebrar la llegada del fin de semana. Gonna fly now.

    Luego interviene Dios en toda esta historia.

    Ayer Rocky despertó casi inmóvil, con los ojos vidriosos de la muerte que le llega. Admite paciente las caricias, pero si Ramonet le toca el estómago, emite una serie de gemidos asfixiados que demuestran, simple y llanamente, que el perro tiene alma y se le está escapando por el filo de una guadaña oxidada. Ramonet ha metido al perro en un caja de naranjas que le han pasado en la frutería de al lado del cajero en el que duerme y desde allí el pobre animal tirita en este Julio mediterráneo. Recorre la ciudad buscando ayuda con Rocky moribundo, pero en los albergues de animales no tienen instrumentos ni medicinas -después de todo, hay otros perros sanos y abandonados que necesitan pienso y siempre hay prioridades-, y en los centros privados no le hacen las placas al perro de ese señor barbudo que huele a vinazo y al que le faltan dientes. Una vieja le dice que hay un jarabe para el perro que cuesta siete euros mientras Rocky se refugia en el fondo de la caja de naranjas. En paralelo, en mi muro de Facebook, la gente anda muy comprometida publicando cosas sobre Gaza, sobre los desahucios, sobre las conexiones venezolanas de Podemos y sobre el Aeropuerto vacío de esta ciudad implacable. Aeropuerto que podría servir como monumento y mausoleo de Rocky.

   Ramonet se ha dado cuenta de que el puto chucho es lo único que le queda en el mundo, además de una manta que huele a orín y el chándal sucio mangado de los contenedores de Ropa Amiga. La muerte le ha caído encima y se ha vuelto de golpe más sabio que todos los filósofos del siglo XX. Está a punto de descubrir lo que significa realmente estar arrojado en el mundo: que la familia que te ha olvidado suba a Instagram fotos desde sus smartphones mientras lo único que te separa de la desesperación definitiva es el cadáver de un animal que te ha acompañado en el terrorífico envejecer de los indigentes y los alcohólicos. Al lado de eso, el silencio de Heidegger es una puta broma pesada.

#03. Una idea/Una proyección


Reichardt


    Al ver a mi mujer arrodillada junto al cuerpo de Rocky -que sigue agonizando mientras escribo estas letras mientras Ramonet va recorriendo las estaciones del Via Crucis de la mendicidad por todos los centros veterinarios de Castellón pidiendo por compasión una radiografía, una explicación, una medicina- comprendí definitivamente el aullido que había levantado la Reichardt en Wendy and Lucy. La desesperación. La verdad que encerraba la película. Podría empezar a discutir sobre la habilidad de su puesta en escena o sobre la potencia de su trazo estilístico. Pero en realidad, a veces el cine simplemente nos adelanta lo que más tarde la vida nos arroja contra el rostro: el gemido roto de un ser vivo que agoniza en el corazón de la ciudad coronada por el aeropuerto del abuelito.

    Y yo, por otro lado, no puedo hacer otra cosa que dejarlo por escrito. Ese es el límite de mi expresión política, su inutilidad, su fracaso. Y así es como el trabajo continúa.
   

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