1.2.14

Vladimir Martynov en el Tommy Mel´s de Murcia


   Atravieso el país para conferenciar con mi viejo Kia Picanto desvencijado, Willy Loman de la teoría fílmica, con mis muestrarios holocáusticos y mis apuntes en los dorsos de los tickets de las estaciones de servicio. Cuando llego a ciudades en las que nunca (o casi nunca) he estado, siento siempre una tristeza de vidas perdidas, me pregunto por la biografía de los extraños que conozco en las tiendas de vinilos o en las recepciones de los hoteles, señoritas bien que acaban de pasar apenas la edad del Fotolog, con el gesto de Lady Macbeth capitalista asomando tras la sonrisa artificial con la que me tienden las llaves electrónicas. Duele tanta dulzura en las princesas sórdidas de las capitales de extrarradio y en sus tatuajes mal disimulados bajo el uniforme.

    Cuando llego a una ciudad en la que nunca (o casi nunca) he estado, tengo la extraña costumbre de buscarme una franquicia conocida para comer algo, un no-lugar extravagante y aséptico lo más alejado posible de esos restaurantes locales que presumen de extraños prodigios gastronómicos autóctonos. Me tranquiliza sentarme frente a una carta invariable que conozco, nutrirme de grasas saturadas familiares, ser borrado de cualquier experiencia culinaria memorable que subir al Instagram. Sólo soy un tipo que come, en la más absoluta y querida de las soledades, en la mesa del fondo de un Tommy Mel´s, leyendo con concentración por encima del plato, practicando la pequeña revolución distópica de masticar sin compañía en un restaurante familiar. Cocacola, plástico, fruta congelada.

    Los Tommy Mel´s me han fascinado siempre por su perfecto uso del anacronismo cinematográfico, pero en lumpen. Ofrecen un producto nostálgico a una generación que no lo necesita -nada saben de Chuck Berry los adolescentes que se nutren de un gélido menú del día en la mesa de al lado-, se anclan en un sueño que nada supone para Europa salvo la copia de una copia de una copia. Una de las camareras del Tommy Mel´s de murcia (converse rosas, pelo naranja) es sin duda uno de los seres más exquisitos que he visto en mi vida, tan desconocida del rol simbólico que la multinacional ha creado para ella -la utopía sentimental de una canción de Phil Spector, el beso nunca dado, el beso de la duda adolescente de una cinta de serie B-,una heroína del primer David Lynch con acento murciano y ademanes de cansancio ya próximo el fin de la jornada laboral. Nada sabrá de mí, ni del profundo cariño con el que contemplo cada uno de sus ademanes, pensando que aquella mujer desconocida es, en el más perfecto de los anonimatos, la traducción física de Las Beatitudes de Vladimir Martynov. Situada en el filo más extremo de la belleza capitalista -milicia de la hamburguesa, neón azul que se desliza como una lágrima sobre sus labios rojos pintados-, tiene la intuición del otoño y la confianza puesta en un efímero gesto -su pin, si es tan amable- en una multinacional que la regurgitará cuando ya no pueda ser la Laura Dern de nadie, la ingenua Laura Dern que dormitaba sobre un golpe de arco en Martynov, los años cincuenta que se perdieron cuando en, To know him is to love him, Spector realizó un cambio de tonalidad -verso I guess he- y nos condenó a todos a la muerte y al olvido.

    Me marcho para siempre del Tommy Mel´s de Murcia con mis diapositivas holocáusticas y me arropan primero en una de las Filmotecas más hermosas que he visto en mi vida, y un poco más tarde, me reciben los amigos de la ciudad en la hora feliz de los tragos compartidos. Con nadie hablo de la camarera del Tommy Mel´s (converse rosas, pelo naranja), porque entiendo que ella es pura literatura postmoderna y sólo puede ser resucitada en el código binario que conjura estas letras sobre el monitor. To know her was to love her, precisamente porque, como todo lo que amamos, no ha existido jamás.

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