21.1.13

BOWIE (II): David Robert Jones, niño

pequeño niño

David Robert Jones, niño díscolo de íntimo trato con la locura. La infancia de Ziggy Stardust son recuerdos del patio caligaresco y con esquinazo de orín en el que el hermano, la abuela, el tio lejano, susurraban como en coro de manicomio. Hay que tomárselo muy en serio: crecer hacia la locura, crecer como en estado de sitio, crecer con la amenaza de extrañísimas enfermedades mentales que descienden por la rama familiar como una iguana parda que repta y chasquea su lúbrica lengua.

David Robert Jones, posteriormente David Bowie, jugaba con el lego de la locura como otros niños juegan con el lego de la guerra o el lego de la banalidad. De ahí que en sus mejores trabajos siempre ande la enfermedad suelta como invitada incómoda, levantándose la falda y fornifollando con una guitarra acústica de 12 cuerdas o una eléctrica glam. Tanto da. Uno de los motores más potentes de la creación de Bowie, Reza Por Nosotros, es el susurro de los cotolengos.

Los locos han dado mucho pop en la segunda mitad del XX, los locos auténticos de mearse encima y pasar mucho miedo ante la inminencia de la psicosis. No tanto el loco de postalita que finge una cierta tristeza y una cierta melancolía y un cierto gabán grisáceo y lleno de manchas exquisitamente desperdigadas. No. El loco crónico es el Syd Barrett recluido en celofán materno, gordo y calvo, estrella rutilante y total de una psicodelia irrepetible. El loco crónico es Ian Curtis, con el cuerpo tronchado y convertido en rumor de suicidas románticos con esa autoafirmación brutal del Postpunk que se encierra en el surrealista acto de romperse el cuello en el tendedero de la cocina familiar. El loco crónico es Brian Wilson, que –según cuenta la leyenda- cada vez que tenía un brote de angustia escuchaba en bucle los primeros compases del Be my baby, pensando que Phil Spector había encerrado en ese pequeño espacio todo lo que era el pop, su esencia secreta, su arcano erótico. Locos, hermanos, primos bastardos en la gran cabalgata de David Robert Jones.

(un día, lo prometo entre paréntesis y en minúscula, escribiré una columna sobre Be my baby, porque después de todo, había una cierta verdad en el comportamiento compulsivo de Wilson, o al menos yo siempre he pensado que sus primeros quince segundos son cosa de brujería, satanismo, vírgenes sacrificadas, esos primeros quince segundos que me hubiera gustado que me regalara alguna vez una mujer antes de jurarme amor eterno y hacerme el amor definitivamente, pero no pudo ser)

Pero cuenta la historia que el hermano loco de Bowie –Terry, hay que recordar con cuidado y cariño los nombres de los esquizofrénicos, los sabios, los confesores- se mató en 1985, paralizado por su pánico, presa de su laberinto delirante. No es gratuito, quizá, que el cantante guardara silencio hasta 1987, un silencio extraño coronado por el que quizá sea su peor disco –Never let me down-, como si la muerte del hermano hubiera disparado un extraño e incomprensible resorte en su interior. Pero eso son cábalas, a lo peor esquizoides, y sin duda alguna, poco inspiradas.

Hoy, en mi exploración del Bowie/mito, simplemente quería mirar con cuidado su infancia para recordar, ojo, que los pañales del Comandante Tom tenían heces de delirio. Ese es el origen de las dos escalofriantes nanas en pánico de su primera etapa - After all y The Bewlay Brothers- y seguirán deslizándose como una gota de semen por un vientre putrefacto hasta cristalizar como una bola de fuego en todo el díptico Earthling/Outside. El abismo abierto por Terry y los aullidos de angustia con los que despertaba noche tras noche al pequeño David Robert Jones sólo se suturará, al menos en parte, con el nacimiento de Duncan Jones. Pero de eso hablaremos en otro momento, ya que se trata de una de las fábulas pop más hermosas de los últimos cincuenta años.

1 comentario:

Lluís Bosch dijo...

La infancia del niño (magnífico ese adjetivo "caligaresco"!) no dista mucho de otras infancias. El misterio no lo resolveremos nunca: comprender porqué algunas infancias caigarescas conducen a la genialidad y otras a la nada.