27.11.12

Rastros de "La mamá y la puta"

    Puedo decir que fue durante aquellos días de profundo silencio, crucificado en una mujer, atravesado en una mujer, a veces nómada y a veces exiliado, paseaba por la ciudad y entraba en cualquier iglesia, como sin ganas, y allí me dejaba caer en silencio en la penúltima fila de madera porque, cuando no hay dinero para pagar las entradas del cine, la penúltima fila de una iglesia es algo razonablemente parecido. Puedo decir, por ejemplo, que ocurrió demasiado tarde, y en algunos círculos cinéfilos yo ya había confesado: "Claro, La mamá y la puta es un peliculón", cuando aquello era mentira, no la había visto, y sin embargo yo me había prometido no mentir pero Eustache me daba pánico porque se había matado, y ojo, un director que se mata es una cosa tan desgarradoramente seria que puede acabar con el espectador incauto.

(Antes de los 18, como todos, yo decía mucho aquello de Me voy a matar, este mundo es una mierda, y coleccionaba libros de Pavese en los que escribía con caligrafía de colegial onanista profundas imbecilidades, después, un día, un amigo se mató en un accidente de coche y no volví a decir aquello de Me voy a matar porque comprendí que yo era ensayista y no escritor, y los ensayistas no se matan porque no tienen gloria, ni amante, ni absenta, ni literatura, o sea que son tristes y grisáceos y aburridos)
    Pero La mamá y la puta. Aquello, antes, era jodido, en fin, pastillas para conciliar el sueño, conducir golpeando el volante, dos cajetillas diarias, una mala racha, un mal año, una tipa rubia y delgada con la que no había conseguido ninguna erección y que a veces me llamaba al móvil a las tres de la mañana y me decía: "Te quiero mazo, pero quiero que me folles, y no me follas", y yo andaba con la cabeza en otra cosa, en ese punto en el que no puedes escribir nada de pura desesperación y pura asfixia.
[Me gustaría contarte que hay un matiz entre la melancolía -en la que uno escribe lo mejor que puede- y apenas unos pasos más allá, un foso de desesperación en el que es imposible escribir nada en absoluto. De la melancolía, en cierto sentido, uno puede aprovecharse. De la desesperación, a la contra, resulta imposible].

    Podría decirte que llegué tarde a La mamá y la puta, pero ahora pienso que llegué en el momento preciso. Yo necesitaba un rostro que me hablara, necesitaba una película en la que se dijera, por ejemplo
   La rubia se llamaba -lo juro- Maricruz, intentó hacerme el amor la noche que nos conocimos en los lavabos de los bajos de Argüelles pero yo andaba demasiado triste o demasiado borracho, y después llegó Eustache con toda esa brutalidad de su universo, toda aquella certeza como si La mamá y la puta fuera una alucinación de gente triste, de mundos tristes, en plan cinco de la mañana y te aterroriza volver a casa, te tropiezas entre gente aburrida que nunca verá La mamá y la puta, lees en su ropa toda esa inmensa vulgaridad y tienes ganas de golpearles por no ser costaleros de tu misma tristeza, por amarse entre ellos con tranquilidad y sosiego. Yo no andaba enamorado -no podría enamorarme de un tipa que me escribía Te quiero mazo, entiéndeme, hasta ahí podríamos llegar-, pero andaba en el otro filo, en el filo en el que me podía permitir el lujo de sentirme Alexander/Jean-Pierre Leaud, pero sin historias generacionales, ni reivindicaciones cinéfilas, ni poses nostálgicas de cine-fórum como una telaraña. Nada de Mayo del 68 ni otros grandes éxitos de la traumatizada izquierda europea que casi lo consigue.

  Esnifar a Eustache porque estaba realmente roto y había llegado al final de esa constelación cinematográfica donde apenas están Lars von Trier, el cine porno extremo y Gaspar Noé, ese pozo total, ese abismo al que Maricruz se asomaba como una turista del dolor ajeno -Joer, Aarón, ya estás con tus cosas, ven a dormir a casa...- pero yo me iba a refugiarme, castañeteando los dientes, con la vida gastada, o con esa grandilocuencia un poco ridícula que otorga un sufrimiento.
    Finalmente, me atreví a ver La mamá y la puta un sábado anodino, después de comer, en el salón en el que había crecido, en la televisión plana, de cuatro a ocho de la tarde. No puedo recordar qué hice después.
 
 (esto último es mentira, por supuesto que recuerdo con una claridad milimétrica el acto de ponerme la chaqueta, encender un cigarrillo, salir a la calle pensando que no podría explicarle a nadie lo que sentía, lo que había descubierto, obligándome a guardar un puto silencio empecinado porque La mamá y la puta me había sacado la foto, me había desarmado, me había taladrado la frente con su marca de Caín, me había designado un lugar en el mundo que no podía compartir con nadie más, ni escribir de él, ni llegar a ningún puerto o sentarme al lado de una mujer que realmente me interesara y decir: ¿No has visto La mamá y la puta? ya que sería algo estrictamente parecido a ofrecerle una foto de mis vísceras, o a detallar inmisericordemente mis fantasías sexuales hasta donde el lenguaje permite, o poner una pistola en su mano y apuntar a ese punto del cráneo que siempre duele cuando llueve,

esto es,

asumir riesgos que no son humanos).

(y puedo recordar exáctamente el momento en el que la película se volvió intolerable. El momento más triste del mundo. El frame más triste del mundo)
 (y puedo recordar exáctamente el momento en el que la película se volvió intolerable. El momento más triste del mundo. El frame más triste del mundo)
 
 
 
 
 
 
  (y puedo recordar exáctamente el momento en el que la película se volvió intolerable. El momento más triste del mundo. El frame más triste del mundo)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Eres grande chicoo!

Anónimo dijo...

Joder, qué buena reseña.