17.6.11

Crítica: "El inocente"


Venga, suéltalo. No importa confesarlo: has soñado en escapar lejos de aquí, quizá montada en el asiento del copiloto de un Lincoln, lejos de este país que huele a humo, billetes de cincuenta euros salpicados de semen, sonrisas afiladas. En este país los tipos peligrosos no te hacen el amor y se marchan por la mañana: simplemente, te roban la cartera y te meten en un piso de mierda. Habitar tu vida es problema tuyo. Pero ya lo dijo Kracauer: "El espectador echa de menos la vida. Y se siente atraído por el cine porque provoca en él la ilusión de estar participando -desde su butaca- de la vida en toda su plenitud". Bendito Kracauer, dime si no le hubiéramos invitado esta noche a tomar unos tragos con nosotros.

Pero por el momento, ya he dicho que no importa confesarlo, yo sueño con escapar al paraíso que encierra en la piel una Marisa Tomei que cada año está más guapa y más seductora, en fin, no como esas petardas que hacen cola en los probadores del H&M poniendo morritos en las fotos que se hacen con el HTC que les ha regalado Vodafone. La mujer es Marisa Tomei, y el hombre es un Matthew McConaughey que te romperá el corazón, ya lo verás, si cometes el error de acercarte demasiado a la pantalla. Mucha modernidad, y mucha teoría, y podría estar engañándote hasta el amanecer para sugerirte, en fin, que El inocente es una inmensa película, un ardiente thriller secreto lleno de sudor, buenos diálogos, alcohol, cárceles gélidas, dormitorios en llamas, buenos y malos. El inocente es cine, gracias a Dios, y también es belleza, y es resistencia. Resistencia ante el 3D, resistencia ante la estupidez general, resistencia ante el mal gusto.

¿Sabes? Siempre que conduzco al caer la noche -escuchando, por ejemplo, Ain´t no love in the heart of the city en la versión de Bobby Bland- me dejo llevar por ese imaginario de colores saturados y calles en sombra que se inventaron tipos como Sydney Lumet, Gordon Parks, Joseph Sargent o incluso Sam Peckinphah. Todo eso regresaría muchos años después en The Wire -no te engañes, amor, no hemos inventado nada: The wire es una mezcla de Parks y Dostoievsky- pero simboliza un poderoso núcleo de construcción cinematográfica. Escuco a Bobby Bland, ya digo, y entonces las calles cambian y se convierten en esa América que soñé compartir contigo, ese país lleno de yonquis filósofos y abogados corruptos con alta responsabilidad moral, ese país en el que los viernes podría pasarte a buscar con mi Lincoln, una botella de Southern Confort y un montón de buenas intenciones. Esa América sólo existe al otro lado de la pantalla, y sin embargo, a veces me confundo y pienso que en efecto, la noche y el sueño todavía nos pertenece.

Andar despierto por este pequeño trozo de Europa, en ocasiones, es simplemente una cuestión de no dejar que nos roben la mitología íntima. El inocente me ha sacado a bailar y, en fin, era una tipa guapa, un pelín salvaje y enormemente agradecida. Viendo cómo está la cosa ahí fuera, no me dirás que no merece la pena darle dos horas de tu tiempo a un ejercicio erótico-cinematográfico sincero, sincronizado... y sin compromiso, claro.

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