El cine de terror postmoderno, además de sus inevitables -y, en cierto sentido, reconfortantes- laberintos de citas, su impresionante defensa de la belleza trágica en el filo de lo sublime -estoy pensando en la Alexandra Daddario de La matanza de Texas 3D, lo reconozco-, tiene también un cierto regusto internacional y globalizador que nos permitiría trazar una excitante línea sangrienta entre los pasajes del terror firmados por el primer Rob Zombie, los inquietantes cadáveres meditabundos de Laugier y, finalmente, el slasher bien temperado propuesto en Israel. Rabies puede prescindir de cualquier aparataje narrativo básico porque confía en la experiencia del espectador, y en su posición natural hacia las postadolescentes bellísimas de grandes senos, los policías inquietantes y los asesinos en serie que campan por bosques. Todo el rosario de lugares comunes generan esa extraña costra de relato congelado que reconforta precisamente por su sólida voluntad de no sorprender en absoluto.
Podría, pensarse, por lo tanto, qué necesidad hay de rodar una película que todo el mundo ha visto ya mil veces. O una película que no puede aportar absolutamente nada desde su primer fotograma, donde no hay relato alguno salvo una colección de temblores más o menos bien hilados. Me atreveré a esbozar, al menos, un par de breves respuestas.
En primer lugar, como si fuera una versión desquiciada de Hatari!, los personajes del tándem Keshales/Papushado vagan en un ejercicio de caza incomprensible, inclarificable, que simplemente funciona gracias a las imágenes que ya tenemos injertadas en nuestro pagano imaginario colectivo. Creo firmemente que en Rabies se puede apreciar un proceso de aprendizaje y de sorpresa ante las imágenes captadas -y ante sus inevitables fracasos-, como si ambos directores jugaran a seguir un manual de instrucciones escrito por un sádico yonqui de la serie B setentera. Intentan sin éxito -pero con una clara voluntad- captar la precisión del gesto agónico, sugerir como pueden la piedad o el remordimiento, el pánico o el amor, pero no tanto en lo real, sino como simples materiales de trabajo construidos en otras películas.
En segundo lugar -y esto es, sin duda, más interesante- Rabies es el primer intento puramente postmoderno de realizar cine de terror en Israel. Anteriormente, y contra lo que se dijo en la prensa internacional, ya existía el género esbozado al menos en dos variantes: una humilde colección de piezas experimentales francamente truculentas y, sobre todo, una especie de giallo brutal y hoy prácticamente olvidado titulado Adam (Yona Day, 1974), del que espero hablar pronto por aquí. Sin embargo, Rabies se manifiesta como el primer slasher de la autoescritura casi automática, demasiado torpe para mirarle a los ojos a las joyas sagradas del, pongamos por caso, primer cine extremo francés, pero demasiado osado para una industria cinematográfica minúscula que se debate entre las normas del género, la exploración del trauma, y la reflexión sobre los problemas de la convivencia con los países árabes.
La minúscula cinematografía israelí puede encontrar en el uso explícito de la violencia una pista valiosísima para enfrentarse al trauma que la rodea y la atraviesa de punta a punta. Si tomamos por caso el tratamiento del cuerpo muerto en el alto cine autoral de Gitai o de Rama Burshtein veremos cómo a su alrededor se superponen capas de ritos, palabras sagradas, mandamientos, gestos históricos. El cuerpo israelí, cuando muere -y eso es algo que le hermana, por cierto, con el tratamiento de las víctimas palestinas en el cine rival-, es rápidamente ascendido a la categoría de icono, de fantasma que exige la suturación de la deuda, de punto de ignición que amenaza con destruirlo todo a su paso, con su simple presencia mortuoria en el encuadre. En Rabies, y sólo por eso ya merece la pena, los cuerpos mueren como en un carrusel de feria enfermiza, de maneras estúpidas, incomprensibles, entre la carcajada y la pedorreta ingenua. Hay, por lo tanto, una reescritura no sólo del propio Slasher -en la que, lo diremos claro, Rabies no deja de ser un fracaso-, sino una reescritura de la muerte misma, y ahí la cinta puede resultar algo más interesante.
El Slasher, después de todo, se inventó para poder gozar entre carcajadas de las laceraciones de un cuerpo hermoso. Por eso parece paralizar y dar tanto miedo a los sectores más conservadores de la sociedad, como a buen seguro ocurrió en Israel con la cinta que nos ocupa. El Slasher es un castillo hinchable, una fiesta de dolor ingenuo y celebrativo a la que, afortunadamente, todos los niños nihilistas estamos siempre invitados.
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