En cierto sentido, Scott
Fitzgerald mantuvo una relación diferente con el cine a la de sus
contemporáneos. Mientras que para otros insignes miembros de la Generación
Perdida el cine era eso que les pagaba –mal- las copas y los cartuchos de
pólvora, Fitzgerald realmente comprendió las posibilidades del séptimo arte.
Cuando su mundo se partió en miles de pedazos y Zelda fue internada en una
clínica psiquiátrica, el escritor se aferró con todas fuerzas a su máscara de
guionista, dormitando en los sillones de los despachos de la MGM, remendando en
la sombra los trabajos de los otros, intentando mantenerse sobrio y a flote en
mitad de una piscina de ginebra. Fitzgerald recorría los estudios como Cristo
recorrió el Calvario, con la mirada clavada en ninguna parte, atravesado por la
duda, serpenteando entre los labios de la muerte.
Cada
página de El último magnate, por
ejemplo, habla mejor del cine clásico que cualquier discípulo de Bordwell. Lo
mismo se puede decir del fascinante retrato de un Orson Welles fantasmático que
esboza en uno de sus preclaros cuentos de Pat Hobby. Fitzgerald supo mirar a
Welles con los ojos del futuro y le sacó una radiografía ausente y demencial
que sólo se puede interpretar como un obituario adelantado. Años antes del
estreno de Ciudadano Kane, el oráculo
que sufría el síndrome de abstinencia dibujó un retrato desgastado en el que ya
estaba todo escrito.
Sin
embargo, el cine hasta ahora no ha sabido encarar con la desesperación
necesaria lo que realmente latía en el interior de sus textos. Ni siquiera la
sobrevalorada El increíble caso de
Benjamin Button se acerca ligeramente a la sensación de éxtasis y agonía
que salpica esa prosa dura y amarga. Hasta ahora, ya digo, el Fitzgerald
recordado por la industria del cine ha sido un mazapán reseco de bajos vuelos
demasiado acartonado como para hacerse cargo de la auténtica experiencia que
ofrece nuestra lectura, nuestra mirada, nuestra arqueología de su tragedia.
El cine y Fitzgerald comparten una tensión común: la del rostro
congelado en la mueca triste del recuerdo. Toda imagen proyectada no es sino un
eco de una vivencia, algo que ocurrió o que se soñó delante del objetivo de una
cámara. Una buena película es, ante todo, un documental sobre la angustia de su
creador. En esta dirección, el maquillaje cuarteado de Daisy o la sexualidad
gélida de la Baker, su gesto de maniquí roto necesitaba de una nueva manera de
proponer una forma fílmica. Si leer a Fitzgerald es como mirar al propio pasado
a través de las paredes de una botella vacía, necesitábamos que alguien
modificara el objetivo de la cámara y depositara en su lugar un cuartil amargo
de whisky. Vomitar en mitad de la resaca sobre la pantalla del Premiere,
pedirle a Jack White que rompiera el espejo desde dentro, aguantar la mirada de
ese cartel que contempla impertérrito –como los ojos de Dios, dice Fitzgerald
una y otra vez- la pérdida de la esperanza, la contemplación de la sonrisa
bacteriana a la hora del deseo, todo eso, toda esa imposibilidad que no hubiera
podido enunciarse ni en los cincuenta, ni en los sesenta, ni muchísimo menos en
el gesto demasiado autoconsciente de Robert Redford. Había que diseñar una
nueva estrategia, y para ello se necesitaba urgentemente demoler todo lo
anterior.
Luhrmann,
proyectando su Gatsby en el festival de Cannes, ha vengado por la mano toda esa
infecta colección de versiones y de subproductos en los que colocaron su
nombre. Los ojos de la Nicole de Suave es
la noche parpadean al fondo de la sala y la serpiente que había alimentado
Scott con su propia sangre se nos aferra al cuello. Hace unos posts volvía de
nuevo sobre la imposibilidad de comparar cine y literatura, y hoy debo hacer un
pequeño matiz: el cine, si no es ni debe ser jamás una máquina de traducir,
puede ser sin embargo una contundente ametralladora para reescribir el nombre,
la historia y la mirada de un texto incomprendido.
Luhrmann,
sin embargo, no adapta la obra de Fitzgerald. Su objetivo es otro. Sus
fotogramas hablan, con toda probabilidad, de la lectura delirante y salpicada
por el horror que Zelda tuvo que hacer, muchos años después, de la obra en la
que su esposo le había regalado lo más valioso que tenía. Su historia de amor.
Su promesa. Su inmortalidad. Su ataúd.
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