9.2.13

Ingmar Bergman, el catolicismo y los límites del análisis fílmico

Rodaje Fresas Salvajes
 
  A lo largo de la semana llevo manteniendo un arduo intercambio de correos con José Miguel Burgos Mazas -sin duda, una de las figuras más lúcidas del análisis textual contemporáneo- a propósito de la hipotética lectura católica de Bergman. En paralelo -la vida tiene estos raros contactos causales-, ando metido en la lectura de Composiciones de lugar, el homenaje a Santos Zunzunegui que se han marcado algunos compañeros de la trinchera académica. Causalidades o encuentros rugosos de la fortuna sobre lo real, leo por ejemplo en la página 28 la necesidad de "evitar que el analista o el estudioso diga tonterías en nombre del texto".

    Tonterías, al hilo de la obra de Bergman, se han dicho y se siguen diciendo muchas. Yo mismo creo que he dejado escapar por algún lugar un plan de majaderías dignas de escándalo. Bergman es un referente para los analistas indudablemente jugoso: tiene la pátina de la importancia, la autoridad del genio, el consenso general del gusto. Unos hablan de Bergman por su prestigio, por sus conexiones con la filosofía o la literatura, porque otorga una sotana/sonata de gran empaque. Esas cosas sólo se entienden bien después de muchas lecturas y muchos años de estudio, y sobre todo, después de leer muchas tonterías. Muchas. Especialmente en España. Y que nadie se equivoque: no me refiero al más que sobresaliente trabajo de Francisco Zubiaur Carreño, profesor de la Universidad de Navarra y riguroso experto en la obra del sueco. Me refiero a toda esa caterva de autoconsiderados herederos del Padre Staehlin que, al calor de sus convicciones religiosas, catequizan y reescriben la historia y la filmografía de Bergman en torno a sus propios intereses y dogmas de fe.

    Hablar de un Bergman católico es tan resbaladizo como lo sería hablar de un Buñuel judío o de un Spielberg budista. Cualquier analista con dos dedos de frente comprendería que no se puede aplicar metodológicamente una etiqueta de tal magnitud sin torcer los textos, o si se prefiere, sin predominar ciertas cintas frente a otras. No está de más recordar que los que realmente nos leímos los libros de Staehlin sin querer encontrar en ellos más que la letra escrita y el trabajo analítico detectamos los graves problemas que el jesuíta demostraba al acercarse a la Trilogía del silencio de Dios, por no hablar de trabajos posteriores como La hora del lobo, que eran apartados con un gesto de mal disimulado desprecio. Del mismo modo, la justificación de la "censura moral" que Staehlin aplicó a Bergman en los cómodos márgenes del régimen franquista han sido perdonados, ay, pecadillos menores del Maestro que sólo quería que las cintas llegaran al gran público.

    Y habría que preguntarse: Staehlin y sus "herederos", ¿desean hablar de Bergman o desean hablar de Dios utilizando a Bergman? Ciertamente, algún teórico ingenuo podría afirmar que se trata de lo mismo, que Dios y Bergman son casi una misma cosa, cuando bajo mi punto de vista, nada tienen que ver. Bergman, en mi experiencia, peleó y luchó en, desde y contra la idea de Dios durante toda su filmografía, generó una lucha titánica parapetado tras su cámara al hilo de lo divino que no puede ser reducido a catequismo ni a ejemplo adoctrinante. Borrar esa dimensión de lucha de la obra bergmaniana es terrible, casi tan terrible como hacer desaparecer de los análisis textuales escenas violentas e incómodas que muestran hasta qué punto los textos son complejos, contradictorios, humanos.

Los comulgantes

    Un ejemplo que bien podría clarificar esta moda neocon de resucitar al Bergman de Staehlin está en la tensión que se establece, por ejemplo, entre dos obras como Diario de un cura rural de Bresson y Los comulgantes. Mientras que la primera cinta no deja de ser -y lo digo pese a quien pese- un inspirado panfleto ideológico levantado sobre la idea de la Gracia de Dios destinado a retratar la hipotética potencia y fuerza de lo divino, la segunda es un alegato inmisericorde sobre la lucha que los pequeños seres de a pie mantenemos en lo íntimo con la posibilidad de la creencia. El cura de Bresson quiere rezar y no puede, pero es perdonado. El cura de Bergman es un hombre roto que siente que su voz no dice nada cada vez que sube al púlpito.

    El acto mismo de intentar realizar un simple análisis textual está más cerca de Los comulgantes que de Bresson. Catolizar a Bergman es pensar -extraño gesto- que hay una Verdad teológica en cada frase pronunciada en el análisis. Pensar que Dios está detrás de Bergman, y a través de él, del analista que encuentra el camino y la iluminación religiosa. Sin embargo, Bergman es tensión y duda -por eso es eterno-, Bergman está en Gesetmaní y suda sangre, Bergman es hombre y el analista, por humildad y por profesionalidad, debería hablar con el hombre y con los textos del hombre.

     Sin embargo, el teórico que introduce cosas en los textos para reforzar sus tesis es un pobre trilero en nombre de una creencia (Estudios Culturales, Psicoanálisis, Catolicismo, Género, todas en una mayúscula que cada día me parece más abominable) al que se le queman los dedos de manejar los frames en llamas. Bergman no es únicamente El séptimo sello y El manantial de la doncella. Es el cuchillo afilado de Sobre la vida de las marionetas, el aullido de La vergüenza, el suicida desquiciado de En presencia del payaso. Sin embargo, estas cintas -y tantas otras- apenas existen para el mal analista.

    La lectura histórica es más grave de lo que parece. No es únicamente que se realicen cortes y malos análisis de una de las más importantes figuras de nuestra historia reciente -y se nos impida, por lo tanto, entender nuestras propias heridas y tensiones. El problema es que una y otra vez descubrimos que el análisis fílmico con resonancias franquistas no estaba muerto, sino esperando en la sombra a que el Iluminado De Turno le saque a pasear por los tristes jardines de la ideología patria.

1 comentario:

Lluís Bosch dijo...

Se podría decir de mi que soy católico, no sólo porqué me bautizaron sino porqué el peso de los valores del catolicismo me resulta imposible de superar. Por más que lo intento, sólo puedo librarme de una parte. Quizás por eso Bergman me resulta próximo e inquietante, igual como Tarkovsky o Dreyer. No me canso jamás de ver Ordet, ese instante de la resurrección que es posiblemente una cumbre inalcanzable en la historia del cine.
He revisitado recientemente "El silencio" de Bergman, y "De la vida de las marionetas", que me hipnotiza. Leer tu artículo me ha sucedido justo a continuación, a sí que gracias por compartir este texto.