15.7.12

Notas a propósito de "El dictador"



1.
    La línea que conecta El gran dictador con El dictador nos ofrece un tratado de ideología contemporánea mucho más poderoso de lo que ciertas lecturas apresuradas están proponiendo. Al colocar ambos textos se rastrea la evolucción de Occidente, su manera de enfrentarse con la alteridad, y por extensión, con todos los engranajes generadores de ideología. Sólo por eso, Sacha Baron Cohen debería descender de la atalaya del bufón y posicionarse en los territorios del pensamiento inmisericorde y afilado, el auténtico adalid de un Do it yourself punk que le hace comparecer mucho más cerca de Debord que de, pongamos por caso, Naomi Klein.
    La clave es entender la erosión del discurso-Chaplin a la sombra de los movimientos sociales post-68. Hay un rasgo mayor en la filmografía chapliniana: el amor absoluto con el que genera sus personajes principales, la visión apasionada de la Humanidad que le pasó factura y que en Candilejas ya aparece reconvertida en una ouija cinematográfica. Baron Cohen recoge la herencia y la desactiva por completo, la erosiona hasta convertir a Marx en un francotirador psicótico, en un mendigo loco que pasea por Wall Street anunciando el fín del muno. Es nuestro profeta.
    Dos temas básicos: el doble (Hynkel/el barbero - Aladeen/El pastor) y el discurso final que cierra las cintas. En Chaplin, hay un punto de vista escindido que se justifica en una dialéctica muy simple positivo/negativo. Su capacidad para generar un discurso ordenado propone siempre una salida en torno a la buena voluntad, a la unidad de los hombres, a su amor por el Otro. La alteridad es el camino al encuentro, de tal manera que al final queda un film-Levinas, un film-sutura. Baron Cohen mantiene casi siempre el punto de vista sobre el tirano, sugiere una peligrosa y estimulante empatía con el público, se vale de dos códigos narrativos básicos (la comedia romántica y el thriller con resonancias islamofóbicas) que van construyendo una parte importante del panorama ideológico estadounidense para subvertirlos.

2.
    Por lo tanto, y pese a lo que pudiera parecer, Baron Cohen es un autor radicalmente más marxista que Chaplin. Su máxima es la misma que Marx incorpora en el célebre 18 brumario de Luis Bonaparte: "Todos los grandes hechos y personajes de la historia se repiten dos veces: primero como tragedia y después como farsa". Aladeen reescribe al menos cuatro tragedias fundamentales de nuestro mundo: la construcción de Ben Laden como enemigo de Occidente, las mentiras y abusos de Ahmadineyad frente a la comunidad internacional, la angustia del conflicto Israel/Palestina y, por supuesto, el notable fracaso de los estudios culturales y los avances sociales que emergen tras las revueltas de 1968. Y lo hace con la brújula del exceso, ocupando un lugar simbólico completamente insostenible en el discurso dominante, cargando con igual soltura contra los totalitarismos islámicos y contra los tópicos de una izquierda crítica completamente insertada en el sistema, desactivada. En el momento en el que una felizmente recuperada Anna Faris habla de un "curso de mimo feminista en el que aprendió a hacer el truco del techo de cristal" es imposible no carcajearse, y a su vez, estremecerse, ante el olor a rancio, la peste a inmovilismo, la facilidad con la que se puede cargar contra los sacrosantos valores heredados de los sesenta. No es una cuestión de banalización, sino de demolición. El núcleo trágico se ha convertido en objeto de mofa y befa, en celebración lúdica. Pero el análisis marxista de Baron Cohen se detiene precisamente allí donde el de Chaplin ya nos ha resultado increíble: no hay nada que ocupe el lugar simbólico vacío, no hay otro, entre otras cosas, porque el yo desde el que se enuncia -la mirada norteamericana- está completamente erosionada. Como decía en mi post anterior, no se puede pronunciar el "nosotros".

3.
    La reacción del público. El público es un medidor inmisericorde y desesperante para entender cómo funcionan los textos fílmicos. Entre Chaplin y Baron Cohen hay un tercer elemento que generalmente no se suele incorporar en la ecuación: Roberto Benigni. La construcción de dos cintas como La vida es bella y El tigre y la nieve sirven como dos réplicas europeas y simplistas a la dualidad El gran dictador/El dictador. Benigni quiso ser Chaplin -Guido lleva el mismo número en su traje del Lager que el barbero-, pero olvidó que a este lado del G8 y del Canal Divinity el público andaba ya preocupado en otros asuntos. Con las cintas del italiano -melodramas, por lo demás, rigurosamente respetuosos con el género- el público no especializado -esto es, al que felizmente le importa un bledo la supuesta inefabilidad de Auschwitz- no tenía el menor reparo en llorar a moco tendido. Qué bonito ese momento del Buenos días, princesa. Baron Cohen nos deja con nuestras propias carcajadas, y nos propone la posibilidad de ver qué tragedia se esconde tras ellas.
    Un ejemplo. Uno de mis momentos favoritos de la cinta es esa especie de simulación brutal en la que Aladeen juega a la Wii reconstruyendo los atentados contra Israel en los juegos olímpicos del 72. Habían pasado ya cuatro años desde el 68 y una parte de la desencantada progresía europea estaba militando con las RAF, con ETA, o no ocultaba su simpatía por el FLP o las células terroristas islámicas. Baron Cohen lleva la lógica del horror de Munich al territorio del simulacro: de nuevo la farsa, el pasatiempo, el sueño dorado. La Historia acaba convertida en pulpa de consumo, igual que la salud se había convertido en el WiiFit o la filosofía en las Apps de autoayuda para el Ipad.
    La reacción del público. Ni una carcajada en la sala. El chiste se pierde. Septiembre Negro no significa nada para la generación Xbox. Los chistes de tetas y pajas funcionan, pero esos en los que Baron Cohen realmente hace valer su discurso (la homosexualidad china, los niños soldado, el uranio...) realmente parecen pasar desapercibidos. Ahora bien, cuidado, no hay que confundir El dictador como un homólogo internacional de Torrente: la reflexión está ahí, la crítica a las relaciones internacionales está ahí, sólo hay que enfrentarse al texto desde el placer y desde la responsabilidad.

4.
     El gran dictador construía. El dictador es un ejercicio de brutalidad fílmica e histórica. Baron Cohen es un espeléologo del discurso en los márgenes, un maestro situacionista. El tríptico Borat-Bruno-Aladeen gira siempre en torno a la misma pregunta: ¿Cómo nos ven desde fuera? ¿Qué somos? ¿Qué hay de cierto en el ideal estadounidense? Pero es necesario llegar más lejos: cuando las tres miradas afirman Nada, en realidad hay que ser cuidadoso. Aladeen retorna al poder, sigue siendo el terror fálico total, realiza la pregunta definitiva -¿Será un hijo... o un aborto?- refiriéndose a la problemática del futuro. No hay héroe, y el pueblo sigue siendo esa masa anónima manipulada e indignada. Ahí se atora Marx, ahí se atora Hegel, y ahí es precisamente donde debería estar nuestro esfuerzo político en Occidente.
    Pero claro, ustedes ya me conocen y saben que no soy optimista. Así que lo más coherente sería sin duda seguir el ejemplo del guionista y terminar aquí el post. Justo en el umbral de la gran pregunta.

2 comentarios:

Mr. Aris dijo...

La tengo en la lista de films que ver. Borat, pero, es un judio inglés que intenta reirse de todo, lo cual me parece estupendo pero no creo que tenga más intención política que los programas esos de cámara oculta.

Marco dijo...

Brillante maestro, agrada ver que vuelves a los cuidados de tu hermosísimo jardín.
Un abrazo.