11.2.14

Un plano/contraplano de "Elegy"

    Tardé años en reconciliarme con el cine de Isabel Coixet.

    Supongo que hoy son cosas que ya se pueden confesar, cuando uno es consciente de haber perdido ya todas las batallas ridículas de la cinefilia postadolescente. En los años feroces de la postadolescencia -los años de follar en Agosto y llorar en Septiembre-, Isabel Coixet representaba todo aquello que uno estaba dispuesto a odiar, una suerte de sensibilidad que no pertenecía a nuestra generación y que trataba de todo aquello que interesaba a nuestros primos mayores, esos que se habían sacado una carrera seria y ganaban mucha pasta en oficinas inhumanas rellenando tablas de Excel. Esos que esperaban a que llegara el fin de semana para acudir con su pareja de toda la vida a una sala de cine a conmoverse, siempre con exquisita educación y sin hacer ruidos, con películas sobre mujeres que morían de cáncer. Esos a los que nunca habríamos de parecernos.

     Luego pasaron los años, como pasan siempre, y nos hicimos algo más sabios, y puede que a lo peor fuéramos nosotros los que acabamos llorando -también discretamente, llorando como sin ganas, un llanto como de marquesa aburrida en un salón de Proust- en Mapa de los sonidos de Tokyo

     Tardé años, también -los lectores que me conocen saben que no he sido precoz en casi nada- en comenzar a leer a Philip Roth. No sirvió que Faustino García -uno de mis más fiables consiglieri literarios- me persiguiera a todas partes con la cantinela. No sirvió nada hasta que, casi por casualidad, leí en una librería las primeras páginas de El animal moribundo y, como ocurre siempre, detectara que en aquel libro se planteaban cuestiones realmente importantes, capitales, inesquivables. Como el propio protagonista de la película afirma en algún momento, los textos cambian al mismo tiempo que cambia nuestra vida.

    En Roth encontré todo lo que le faltaba a la película de Coixet, y a su vez, todo lo que yo hubiera deseado encontrar en su interior: un desprecio absoluto por los lugares comunes del romanticismo más ramplón, una violencia nada disimulada, esa sensación de que se escribe contra el mundo, de guerra constante a través de la piel de una mujer y, a su vez, en su recuerdo y su desaparición. Elegy es un trazo demasiado dulcificado del horror y el aullido tan gélido, tan distante, esa historia de amor retransmitida en braile desde un planeta deshabitado por Nadie En Absoluto.

     Y sin embargo, un plano.

Isabel Coixet

    Ella -el rostro de ella. rostro ya herido, y quizá sería justo decir que en ninguna otra película ha estado tan hermosa Penélope Cruz como en Elegy-, ha comenzado el relato de su enfermedad, el relato de su propio miedo. ¿Por qué acude Consuelo de nuevo a buscar a David Kepesh? Es una pregunta básica que me he formulado en incontables ocasiones. No le quiere. La idea del amor entre ellos dos está tan horriblemente forzada que si ella no hubiera caído enferma nunca hubiera vuelto sobre sus pasos, y a su vez, él nunca hubiera escapado de ese bucle autocompasivo tan sospechoso que le atraviesa.

    No hay amor en el relato. Consuelo simplemente espera que David sepa algo de su dolor. Que sea su Sujeto Supuesto Saber, que actúe como mago transferencial y pueda hacerse cargo de la idea que ella pone encima de la mesa. Voy a morir. Y alguien -el único que sabe, que lo sabe todo, que ha invertido toda la vida en saber todo aquello que nadie más, o casi nadie, puede saber-, tendrá una respuesta para su propia muerte. Pero el relato de Consuelo es íntimo, se lo cuenta a ella misma, y por eso dirige la mirada alienada hacia un más allá situado fuera del encuadre, casi en su esquina inferior izquierda. En ese lado del encuadre está la muerte.

     Pero hay, sin embargo, un momento hermosísimo en el que el relato se actualiza mediante un raccord de miradas, quizá el mejor momento de toda la filmografía de Coixet. Un simple gesto, una cabeza que se gira en un silencio hermético para ver qué ocurre, qué falla con el Sujeto Supuesto Saber, cuál es su palabra, esto es, quién es finalmente David Kepesh, si Dios o un pobre hombre vencido.

Isabel Coixet

   Hay, por lo demás, ese segundo de extraña incredulidad en la mujer. Y en el contraplano, la verdad.

Isabel Coixet
 Isabel Coixet
  
 La verdad es el fracaso, la pérdida, la conclusión lógica del desgarro al que nos lleva siempre la palabra del otro. El gesto de Consuelo -que hace, ahora sí, honor a su nombre-, es el gesto soñado del encuentro casi maternal con aquel a quien se proyecta la transferencia, y a su vez, uno de los poquísimos gestos netamente humanos que hay en toda la narración.

    Lo interesante, lo puramente cinematográfico de este momento -apenas dos, tres segundos-, y lo que lo hace posicionarse como el centro mismo de toda la narración, es sin duda ese juego entre ausencia y presencia del llanto en el encuadre. El espectador reside en el plano de Consuelo, está preso de sus palabras, del descubrimiento, y olvida -quizá en un gesto egoísta, porque el contraplano siempre está ahí, en cierta medida, para ser olvidado-, lo que las palabras despiertan en Kepesh. Hay una extrañísima violencia en el hecho de volver al plano de él únicamente para ver cómo se rompe, para contemplar cómo finalmente toda esa tensión, esa soledad que él mismo manejaba con la gracia estética de un Kierkegaard-sin-Dios del siglo XX se reduce a un gesto, a un ademán de desaparición. 

     Por lo demás, nunca me gustó el final de la película, ni el diálogo final en el hospital, ni todas esas cosas que hay en la narración que nos intentan convencer de lo que, por otra parte, está escrito en la secuencia de la confesión: Consuelo siempre querrá convertir a Kepesh en un pozo inagotable de respuestas o en una momia experiencial a la que lucir delante de sus amigos cubanos. Kepesh nunca saldrá del cuerpo preciso de ella, y nada le interesará más allá que esa belleza dolorosa -por efímera, por fantasmática- que ella posee. Elegy, queda dicho, no es una historia de amor. Pero es, a la contra, una historia que merece la pena memorizar, con mucho cuidado, con precisión, con toda la ironía que tengamos a mano. Es, después de todo, una cierta verdad.

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