9.5.13

Canción triste de Leatherface

La matanza de Texas
  
 En los años del colegio, cuando me paseaba por el mundo con los pantalones a la altura de los sobacos y los gitanos de San Blas jugaban a la navaja a la hora del recreo, los nerds nos pasábamos de contrabando una copia de La matanza de Texas que había dado Antena 3 de madrugada. El torrent era el gesto cómplice de Como-me-pille-mi-padre-me-mata y, gracias a las programaciones de algún maníaco-depresivo contratado por horas que compaginaba el gore de los setenta con el monitoraje de grupos en el Proyecto Hombre, nos fuimos haciendo una cultura del cine de terror muy de andar por casa. Practicábamos una crítica torpe, en la que cabían de refilón el Nosferatu de Herzog y El asesino de la taladradora, pinceladas de la Troma y la segunda parte de El exorcista.

    La matanza de Texas era un icono que habíamos heredado de nuestros hermanos mayores y Leatherface el santo patrón de las pesadillas preonanistas. Con su gesto patizambo de asesino triste, Leatherface era un Zaratustra con una disminución psíquica que en nada se parecía a Carlitos, el niño subnormal de 4ºA al que los mayores torturaban sistemáticamente. Leatherface y su familia desestructurada, tan desestructurada como la nuestra, en la que cabía un primo que andaba enganchado al jaco, un vecino que se había matado hace tres primaveras, un muerto de la ETA y un cura fusilado por los rojos. Leatherface era pulsión pura y no entendía de variables sociopolíticas. No sabíamos muy bien si pensarle como héroe, como villano, como ángel exterminador de nobles vuelos o como un pobre desquiciado al que le habían tocado malas cartas. Leatherface era un poco como nosotros, como las pústulas de la Transición, pero la diferencia era que a nosotros nos faltaba la sierra mecánica. Dicen que la sociedad americana está enferma porque sus estudiantes entran a tiros en los institutos, y sin embargo, yo creo que la nuestra enfermó precisamente porque no lo hizo nadie. Aquello hubiera sido un Acontecimiento, un gesto -diría Tarkovsky- capaz de cambiarlo todo.

    Escribo al hilo del visionado de La matanza de Texas 3D, que es un delirio de silicona y buenas intenciones, un intento de humanizar al bueno de Leatherface cuando Leatherface se había humanizado mucho antes, la primera vez que aulló con rabia al cielo cuando se le escapó la rubia buenorra. Robin Wood hizo una lectura queer de Leatherface en términos marxistas demostrando que la familia estaba podrida en Occidente, pero no era sino de su propio ombligo manchado de semen de lo que hablaba. Leatherface era la justicia divina que años más tarde descubriríamos cuando los antiguos triunfadores andaban mercadeando en la puerta del Simago, con las manos danzarinas del tembleque de la coca, la chati embarazada de cuatro meses y el andamio deshabitado de la crisis. Leatherface era Dios, y en su versión 3D quieren convertirlo en un hombre, cosa del todo descabellada.

    Leatherface era Dios, porque en el suave y delicado ronrroneo de su herramienta de muerte se ceñía la profecía que acunaba nuestro dolor y nuestros sueños de inadaptados: Dios mío, llévatelos pronto, mátalos a todos, ahógalos entre sus discos de Alejandro Sanz y sus estuches de Hello Kitty. Porque sabrás que mi nombre es Yaveh cuando mi sierra mecánica caiga sobre tí, y entonces veremos cómo pagas la ropa de marca, los cubatas, el pelo cenicero. El foco del terror adolescente no es otro: Llévatelos para siempre, Señor, clávales tus uñas metálicas mientras duermen, desliza tu machete sobre sus cuerpos mientras se acoplan torpemente, no permitas que triunfe la mediocridad.

Alexandra Daddario

    En la Epístola a los Niños-Sin-Gloria, Leatherface deslizaba -al menos hasta su versión en 3D- un verbo que consuela, un Antiguo Testamento de cuchillazo y mutilación que nos conducía por los meandros del goce. El problema de Alexandra Daddario, todos lo sabemos, es que nada conoce (todavía) de la desesperación que debe recorrer el gesto aterrorizado de una buena actriz de Serie B. Frente a la cámara, su interpretación resulta falsa porque sus implantes son más humildes que sus gestos, impregnados de un Método mal digerido. San Leatherface debería acabar con ella y eviscerarla sobre los poemas de Maiakowski, dejar que su mirada apagada en un gesto torpemente orgásmico comprenda, antes de morir, aquello de Pero nosotros/qué somos sino ebanistas/que trabajan el leño de la cabeza humana. Y de eso, la familia de Leatherface sabía más que nadie. La cabeza humana se trabaja, como bien saben los fans, a base de martillazos.

    La matanza de Texas 3D es una película cobarde, un texto que no amamantará el gesto de pánico de una generación desgastada y condenada a la miseria espiritual más absoluta. Pero no hay de qué preocuparse. Mientras los esbirros que han perpetrado esta secuela no comprenderán por qué sus cifras no funcionan, las mejores mentes de mi generación ya están obsesionadas con las cuatro notas que componen la canción de The lords of Salem.

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