30.5.13

Apuntes a propósito de “El Gran Gatsby” (III): La venganza de Fitzgerald

Zelda Fitzgerald
 
En cierto sentido, Scott Fitzgerald mantuvo una relación diferente con el cine a la de sus contemporáneos. Mientras que para otros insignes miembros de la Generación Perdida el cine era eso que les pagaba –mal- las copas y los cartuchos de pólvora, Fitzgerald realmente comprendió las posibilidades del séptimo arte. Cuando su mundo se partió en miles de pedazos y Zelda fue internada en una clínica psiquiátrica, el escritor se aferró con todas fuerzas a su máscara de guionista, dormitando en los sillones de los despachos de la MGM, remendando en la sombra los trabajos de los otros, intentando mantenerse sobrio y a flote en mitad de una piscina de ginebra. Fitzgerald recorría los estudios como Cristo recorrió el Calvario, con la mirada clavada en ninguna parte, atravesado por la duda, serpenteando entre los labios de la muerte.
Cada página de El último magnate, por ejemplo, habla mejor del cine clásico que cualquier discípulo de Bordwell. Lo mismo se puede decir del fascinante retrato de un Orson Welles fantasmático que esboza en uno de sus preclaros cuentos de Pat Hobby. Fitzgerald supo mirar a Welles con los ojos del futuro y le sacó una radiografía ausente y demencial que sólo se puede interpretar como un obituario adelantado. Años antes del estreno de Ciudadano Kane, el oráculo que sufría el síndrome de abstinencia dibujó un retrato desgastado en el que ya estaba todo escrito.

Sin embargo, el cine hasta ahora no ha sabido encarar con la desesperación necesaria lo que realmente latía en el interior de sus textos. Ni siquiera la sobrevalorada El increíble caso de Benjamin Button se acerca ligeramente a la sensación de éxtasis y agonía que salpica esa prosa dura y amarga. Hasta ahora, ya digo, el Fitzgerald recordado por la industria del cine ha sido un mazapán reseco de bajos vuelos demasiado acartonado como para hacerse cargo de la auténtica experiencia que ofrece nuestra lectura, nuestra mirada, nuestra arqueología de su tragedia.

El cine y Fitzgerald comparten una tensión común: la del rostro congelado en la mueca triste del recuerdo. Toda imagen proyectada no es sino un eco de una vivencia, algo que ocurrió o que se soñó delante del objetivo de una cámara. Una buena película es, ante todo, un documental sobre la angustia de su creador. En esta dirección, el maquillaje cuarteado de Daisy o la sexualidad gélida de la Baker, su gesto de maniquí roto necesitaba de una nueva manera de proponer una forma fílmica. Si leer a Fitzgerald es como mirar al propio pasado a través de las paredes de una botella vacía, necesitábamos que alguien modificara el objetivo de la cámara y depositara en su lugar un cuartil amargo de whisky. Vomitar en mitad de la resaca sobre la pantalla del Premiere, pedirle a Jack White que rompiera el espejo desde dentro, aguantar la mirada de ese cartel que contempla impertérrito –como los ojos de Dios, dice Fitzgerald una y otra vez- la pérdida de la esperanza, la contemplación de la sonrisa bacteriana a la hora del deseo, todo eso, toda esa imposibilidad que no hubiera podido enunciarse ni en los cincuenta, ni en los sesenta, ni muchísimo menos en el gesto demasiado autoconsciente de Robert Redford. Había que diseñar una nueva estrategia, y para ello se necesitaba urgentemente demoler todo lo anterior.

Luhrmann, proyectando su Gatsby en el festival de Cannes, ha vengado por la mano toda esa infecta colección de versiones y de subproductos en los que colocaron su nombre. Los ojos de la Nicole de Suave es la noche parpadean al fondo de la sala y la serpiente que había alimentado Scott con su propia sangre se nos aferra al cuello. Hace unos posts volvía de nuevo sobre la imposibilidad de comparar cine y literatura, y hoy debo hacer un pequeño matiz: el cine, si no es ni debe ser jamás una máquina de traducir, puede ser sin embargo una contundente ametralladora para reescribir el nombre, la historia y la mirada de un texto incomprendido.

Luhrmann, sin embargo, no adapta la obra de Fitzgerald. Su objetivo es otro. Sus fotogramas hablan, con toda probabilidad, de la lectura delirante y salpicada por el horror que Zelda tuvo que hacer, muchos años después, de la obra en la que su esposo le había regalado lo más valioso que tenía. Su historia de amor. Su promesa. Su inmortalidad. Su ataúd.
El gran Gatsby
 

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