2.4.13

BOWIE (V): Hunky Dory


Hunky Dory

 El disco previo al advenimiento de Ziggy Stardust tiene la piel suave y un aroma de domingo por la tarde que acompaña dulcemente sin desplomarse en fuegos de artificio. Contenido en su sonoridad, midiendo cada recurso como si fuera un bien preciso, Bowie recupera algo de su primer elepé con la Deram y construye con mimo las canciones, un almanaque de fantasmas otoñales pop que dormitan en el interior de una máquina de Coca Cola. Mucho se ha hablado sobre el Hunky Dory, joyita mayor pero extrañamente olvidada en el momento de su estreno, paso en firme sobre el pavimento falso de la moda, demasiado humilde para el maquillaje glam y demasiado honesta para la mascarada que flotaba en el ambiente. Es un disco extrañamente eclipsado en los altares de los fans, por mucho que a la larga descubriéramos esos dos disparos en la sien que son Changes, y sobre todo Life on Mars?
De Hunky Dory me interesan varios puntos. En primer lugar, la potencia de dos temas absolutamente distópicos que apuntan con absoluta claridad al corazón mismo de la filosofía. Ya me han leído decir por aquí que todavía está pendiente  de escribir el ensayo que vincule con cierta seriedad la herencia de Bowie con la de Nietzsche, y en Hunky Dory podríamos encontrar algunos trazos interesantes para empezar a trabajarlo. En primer lugar, la apoteósica Quicksand –un tema que el cantante recuperó incluso en sus últimos conciertos acústicos-, es uno de los primeros flirteos explícitos con el mensaje nazi por la vía directa del ocultismo y de una lectura cocainómana del Zaratustra. El horror que estallaría en Station to Station aquí está todavía extrañamente sugerido, dibujado, como un cuerpo deslizándose con cuidado bajo una sábana manchada de sangre. La manera en la que un intenso Bowie/intérprete se vale de su guitarra acústica de doce cuerdas y abre pacientemente el paso al resto de instrumentos es un prodigio de producción, hasta llegar a los arreglos de cuerda que visten el final de su segunda estrofa. La letra, por otra parte, forma parte de esos tapices crípticos tan marca de la casa, todavía lejos de los cut-ups pero lo suficientemente ambigua como para ofrecer extrañas y resbaladizas interpretaciones. A la contra de lo que ocurrirá en el Ziggy, aquí se abre paso la duda, una humildad atípica a medio camino entre la duda y la intuición de lo que es posible (ese Super-Man en potencia que no remite a la creación del cómic, sino al planteamiento nietzscheano puro). En Quicksand, las arenas movidas son la topografía interior del cantante, y en el ejercicio de una duda melancólica y de pequeños pero conmovedores vuelos, se levanta poco a poco una foto desenfocada del siglo XX. Por otro lado, la impresionante The Bewlay Brothers puede ser entendida como una de las confesiones más escalofriantes sobre la relación que había mantenido, atravesada por el miedo, con su hermano demente. Al igual que ocurría con Quicksand, es la guitarra de doce cuerdas la que abre paso al paisaje sonoro de la canción, una suerte de cueva llena de gnomos psicóticos que susurran lascivas invitaciones a la autodestrucción. Bowie ya se había valido de esas extrañas figuras infantiles en los rincones más incómodos del After all, consciente de que había algo vinculado en su propio pasado que le susurraba al oído paranoicas tentaciones cada vez que agarraba al micrófono. Qué cosa más terrible la infancia en Bowie, incluso cuando quería disfrazarla de fabulilla amable.
Finalmente -y esto es algo que realmente convierte a Hunky Dory en una precisa radiografía del artista postadolescente-, puede que Bowie sea la primera estrella que surge precisamente con ese conocimiento profundo de la cultura pop que le precede, utilizándola de manera explícita en dos citas que algunos no han dudado en tachar como oportunistas: Song for Bob Dylan y Andy Warhol. Lo que pudo haber sido una hábil estrategia publicitaria en su origen, hoy nos demuestra el conocimiento que el futuro Duque Blanco tenía de los pasos a seguir en su camino al estrellato. Cuenta la leyenda que el genio loco de la Factory, tras escuchar su tema/homenaje, no pudo reprimir un gesto de asco y se negó a darle su bendición a aquel inglés estrafalario que se vestía de señora. Warhol se podía permitir el lujo de no sentirse interpelado ante lo que, por otra parte, es un prodigio del folk psicodélico, con ese comienzo desquiciado y atonal en el que se intuyen coletazos de experimentación y flirtreos con el ruido como elemento sonoro que sólo cuajarían en los discos de los noventa. Warhol, ustedes ya lo saben, se equivocó, y quiso la historia que expiara sus culpas haciéndole aquella portada horrible a Miguel Bosé, por aquel entonces un jovencito que intentaba desesperadamente postularse como la revisión cañí del propio Bowie. 
Andy Warhol
La curvatura del círculo la cerró Fabio McNamara, cuando selló definitivamente la historia convirtiendo al británico en el centro de una iconografía pop cuasi-religiosa, directamente deudora de los últimos trabajos de Warhol.
David Bowie

En esta dirección, Hunky Dory puede considerarse como un disco de cercanías, profético. Por última vez en muchos años, Bowie no necesitó ponerse una máscara -Ziggy, Aladdin Sane, el Duque Blanco-, sino que firmó con la contundencia de su propia fragilidad un trabajo absolutamente espectácular. Todavía no había descubierto que apenas quedaban cinco años para que llegara el Apocalipsis. Pero de esa historia, por supuesto, hablaremos en otro momento.

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