1.2.13

BOWIE (IV): "The man who sold the world"

David Bowie

Bowie, transmutado ya en híbrido de señora, lagarto e ídolo de masas, desplegado sobre el sillón de una sexualidad entre la inmediatez, el kitsch y los hondos suspiros de la Dietrich, pero pasado todo por la turmix del rock and roll, la turmix de ese invento teenager descomunal llamado Inconformismo (Marca Registrada). The man who sold the world es quizá el primer gran disco del andrógino ser que David Robert Jones cincelaba en sus horas de angustia, semen y teatro japonés, un trabajo exhaustivo, poderoso, con profundas zones de oscuridad y guitarreo, a veces cuento de hadas y a veces montaña rusa. Sólo hay que escuchar ese primer gemido, el zumbido eléctrico de la guitarra de Mick Ronson como buscando a tientas el punteo inicial de The Width of a Circle, una serpiente sonora que de pronto tiembla, titubea, se decide y avanza serenamente acompañada por el resto de la banda. El punteo de Ronson se convierte en los primeros compases en un ejército y cuando el oyente se quiere dar cuenta de pronto Bowie se ha convertido en un fogonazo épico. Esos primeros ocho minutos del vinilo siempre me han recordado a la batalla que Einsestein rodó para Alexander Nevsky, pero suspendida sobre mi salón, con el bajo saltando de libro en libro. The Width of a Circle es uno de los infinitos Bowies que hubieran podido llegar a ser: el Bowie funky de 1984, el Bowie acabado de Tonight... aquí se trata de una extraña hibridación entre el cadáver del rock progresivo y la lenta invención del glam. Y es que The man who sold the world es un disco puente, pero también un disco dominado por su propia dirección, como si Bowie suspirara aliviado tras despojarse de la coraza acústica y del Comandante Tom y se imaginara vistiendo de música los delirios excesivos y apocalípticos de su propia generación – todas las generaciones, ya se sabe, tienen la extraña intuición de ser la última, la generación del final de los tiempos.

Décadas después, ustedes ya lo saben, otro poeta apocalíptico, otro ángel (benjaminiano) generacional de iluminaciones pop –Kurt Cobain-, reescribió el tema principal del disco en el filo mismo de su catástrofe. Cobain necesitaba una epifania, un deslumbramiento de coherencia que sólo podia concretarse en su propia muerte, una reescritura a la inversa, esto es, un borrado. Ciertamente, más de un crítico ha señalado que la canción parecía expresamente escrita para Cobain, imaginada para su voz de títere profético a punto del desplome. La diferencia es que mientras Bowie escribió su letra imaginándose una estrella, soñándose tótem del rock, Cobain la interpretó cuando ya sabia que no quedaba nada de la conexión salvífica de su música. Como todos los milagros y las resurrecciones 2.0, Nirvana fracasó al fornifollar con el capital. El hijo de puta del instituto zurraba al más débil tarareando Smell like teen spirit y con una camiseta del Nevermind  bien ceñida sobre su pecho de gimnasio y esteroide.

Paradojas históricas – The man who sold the world está lleno de ellas- como en The supermen, el tema que cierra el disco y que Bowie ha seguido interpretando, año tras año, en sus actuaciones acústicas. La leyenda dice que fue el propio Robert Plant el que le regaló a aquel chaval casi desconocido el riff sobre el que se sostiene el grueso de la canción. Bowie amamantó con su delirio el don, nutriéndolo de teoria nietzscheana y de profecia distópica. Nietzsche y Bowie –algún día deberíamos escribir un libro sobre ello- mantienen una extraña relación íntima, como si Zaratustra y Ziggy Stardust fueran, después de todo, el mismo personaje en dos parpadeos distintos.

“The man who sold the world” tiene una extraña energia, una considerable ambición que no volvería a aparecer, quizá, hasta la trilogia berlinesa. Sin embargo, la fuerza desconcertante de su sonido – She Shook me cold, como ejemplo clave- es también la soga que asfixia la intuición del Bowie que nacería en sus siguientes surcos. Próximamente, Hunky Dory.

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