17.5.11

Doménec Font, in memoriam




En mi oficio -el de escribir y enseñar sobre las películas que otros ruedan-, nadie se hace rico ni famoso. Los hombres acaban en silencio y sin laureles, habiendo vivido bajo las sombras de sus propias dudas, entre el silencio, pensando quizá que sus libros y sus clases son botellas arrojadas contra un océano arisco que nunca (o casi nunca) ofrece un acuse de recibo.La pequeña familia de los trabajadores del pensamiento cinematográfico español aspiran, como mucho, a una sonrisa, a una subvención, a un obituario en El país. Pero siguen (seguimos), noche tras noche y columna tras columna defendiendo una posición, una idea, una cierta dignidad espartana frente a rémoras, parásitos y otros engendros académicos que pretenden salir guapos en la foto y chupar del bote trabajando lo menos posible.

Doménec Font fue, sin duda, un trabajador incansable. Pero eso no cierra su epitafio. Fue un trabajador incansable y con talento, generoso con los aprendices de su oficio y comprometido con los magmas ideológicos que le rodeaban. Y esto tampoco cierra su epitafio. Fue un trabajador incansable y apasionado, que no se arredró ante retos intelectuales casi imposibles de aprehender como la modernidad fílmica o los retos del cine europeo contemporáneo. No haré la lista plomiza de referencias bibliográficas porque un hombre no es -aunque sea preciso recordarlo- el resultado de la supuesta "calidad investigadora" en términos cuantificables por según qué agencias. Un hombre es su legado, el pulso de sus textos, la pasión de sus búsquedas y el tacto de su investigación. Font estaba situado más allá de la "cinefilia babosa" (la expresión es de Zunzunegui), haciendo equilibrismos con una Europa política e ideológica de sombras a medio camino entre el expresionismo y la caverna platónica. Europa, Font, lo siniestro, un parpadeo de Laughton y un dardo irónico, incontestable, el placer de verle sumergirse en David Lynch, retorno de nuevo a Europa, su sonrisa nicotínica, los testamentos, el azul, el verde.
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Primera Polaroid.


Quizá nunca te lo haya contado, pero aquel Agosto hizo un calor de mil demonios y yo estaba literalmente obsesionado con "Paisajes de la modernidad". Literalmente obsesionado quiere decir que me sentaba en los cercanías y en las cafeterías de Tribunal en esa ciudad fantasma llena de cuarto mundo veraniego y subrayaba, apuntaba, notas al márgen como hormigas improvisadas, sonrisas, la claridad deslumbrante de los "directores barrocos", la trama, el fondo. A veces me parecía vivir un diálogo imposible con Font, que escribía con meticulosidad y seguridad, como si hubiera visto todo y lo hubiera sentido todo, Belmondo en la portada en un gesto suicida final de autoafirmación, como Font se autoafirmaba en su Nueva Historia de la Pasión/Europa y yo me autoafirmaba en el suicidio de no haber leído antes, mucho antes, aquel libro que era una obra maestra.


Segunda Polaroid.


Su último artículo en Trama&Fondo, en el número 22, se llamaba "Carta breve para un largo adiós". Ya es broma siniestra. Recuerdo recorrer Valladolid con la revista bajo el brazo, comprada en la misma librería en la que compré los "Testamentos fílmicos", más notas en el márgen y el ansia de ser capaz de escribir un día con tanta precisión, bailar con Lacan, Platón y Ophuls al mismo tiempo sin perder el equilibro. Exhaustividad sin pedantería. Análisis como un carnívoro cuchillo.

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Este oficio (mi oficio, pero sobre todo el de Doménec) está lleno de sombras, burocracia kafkiana, conocimiento inservible y detritus intelectual. Pero hay algo extremadamente hermoso: el descubrimiento del buen trabajo de un colega, de su profundidad analítica, el respeto por las luchas y las opiniones de los demás, el no dejar jamás de recordar páginas, párrafos brillantes de cómplices a los que admiramos.


Y ahora, contengamos la tristeza. Tenemos mucho trabajo que hacer, y Doménec nos enseñó cómo hacerlo.

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