9.3.14
Cine de Terror en Israel (Keshales + Papushado #01: "Big Bad Wolves")
Si algo aprendimos al hilo del Freud desquiciado de El malestar en la cultura es, precisamente, la problemática que atraviesa a nuestras sociedades a propósito de la gestión de la violencia. Es un tema capital de nuestra época al que quizá no estamos prestando la suficiente atención, a juzgar por los constantes -y sonrojantes- ejemplos de sabrosura políticamente correcta que pretende arrancar de raíz la esencia del mal del ser humano a golpe de campaña educativa.
Educación siempre y ante todo, aunque en el fondo sepamos que no hay ninguna esperanza y que nuestro adn homicida está siempre a punto para la gran fiesta de la matanza generacional. Educación, pero no a través de campañas bobas y desconectadas, sino a través de la experiencia artística, de la eclosión que se establece entre la furia y el texto.
En esta dirección, el cine israelí lleva décadas asumiendo una serie de retos con mayor o menor fortuna: la escritura de un trauma histórico externo e interno, el diálogo con la experiencia íntima de la violencia que puntúa de manera irremediable la vida de todos y cada uno de los sujetos del Estado. Desde las parábolas poéticas de un Amos Gitai que bucea en las escombreras del tiempo perdido haciendo de la escritura fílmica un pulso perdido contra sí mismo hasta los experimentos crudísimos del tándem Keshales/Papushado se establece un espectro de posibilidades, de matices, de miradas contradictorias que sólo se puede definir como extremadamente estimulante.
Big Bad Wolves, que levantó no pocas voces críticas al hilo del pase en el Festival de Sitges, es una comedia terrorífica tan deudora del Huis Clos de Sartre como del Torture Porn norteamericano. Hunde sus raíces en la tradición del cuento siniestro europeo para emerger hacia la comedia judía más disparatada, salpicada a su vez de madres edípicas allenianas, excombatientes del Líbano que llevan a Wagner en el teléfono móvil, ciudadanos árabes que parecen figuras del cine clásico de Hollywood. La línea entre el horror y la carcajada es tan fina, tan imperceptible, que no es de extrañar que haya incomodado a parte de la parroquia iconoclasta de turno. En este caso, en el polo de lo inefable se encuentra la pederastia, y a su alrededor, una serie de citas y engarces cinematográficos que suenan más a Los Hermanos Marx rodando un remake de Posesión Infernal que a un réquiem limpiaconciencias.
Big Bad Wolves no habla de la pederastia, sino que la utiliza, la instrumentaliza como un símbolo del mal absoluto, un mal total ante el que se gestiona la violencia, la comedia, el fracaso y la culpa. Se podría hacer un interesante análisis topográfico de la cinta (el sótano de la cabaña perdida en el bosque, las ruinas de los edificios abandonados en Tel Aviv) como las herramientas para la reescritura de todo un género. Los directores no están tan interesados en el goce de la mirada (apenas hay planos inserto de los detalles más explícitos, sino que el uso del malestar se suele relegar al fuera de foco o a los últimos términos del profílmico), como en la manera en la que el relato dispone la información. Se establece, en su seno, un profundísimo debate entre cine y teatro en el que las imágenes generadas en cámara lenta -unos niños que juegan en el fantástico prólogo, una niña que sopla una tarta de cumpleaños- flotan como fantasmas sobre la evolución de los personajes en un espacio hermético, cerrado. La cámara sabe, y sin embargo, reta al espectador sobre el significado de los acontecimientos, se filtra entre sus prejuicios y siembra la duda. El final, cincelado de amargura -como en todo gran tratado de la violencia- no se desvela en la palabra o en el acto de algún personaje, sino en un sutil movimiento de cámara que se desliza hasta el límite de lo mostrable. No hay trampa ni cartón: el espacio cinematográfico es, simple y llanamente, un teatro para el terror.
Kershales y Papushado conocen su oficio, y eso les hermana en cierta medida con otros directores contemporáneos como Rob Zombie, James Wan o Ti West, directores en los que es la cámara y el montaje la que justifica todo el foco de angustia, y en consecuencia, toda la ordenación cinematográfica de la violencia. En oposición a ellos, la asunción de una herencia geográfica y espiritual diferencial que plantea sus propios problemas -el todavía no sellado abismo de la identidad judía- y al que responden desde la autoparodia, el cinismo y la carcajada más amarga. Sólo en esa dirección se puede leer Big Bad Wolves como el exquisito tratado de antimoral (o de moral extrema) que, en lo más profundo, constituye.
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