Götz Aly, historiador alemán y bonzo, relámpago entre el periodismo y la vivencia, ha sintetizado en 300 páginas más de 30 años de trabajo. Coleccionista de culpables, azote de sí mismo, Aly ha sido uno de los mejores espeleólogos del III Reich en los últimos años, escribiendo siempre desde el ruido y la furia, encajando con violencia unos párrafos sobre otros en unos textos que uno ya no sabe si están anclados en la Historia, en la estrategia de pánico memorístico, en la tan manida culpa alemana o en esa suerte de moho incómodo de las catacumbas, los archivos, las fosas comunes, las jeringuillas oxidadas y los títulos de las tesis doctorales firmadas por asesinos puestos de esvástica y subidón ario. Aly escribe con toda la furia que no tienen, por ejemplo, sus comedidos y divulgativos colegas de la escuela israelí de estudios holocáusticos, ni a su vez, con el nada disimulado orgullo patrio de los estudios polacos. Sin divulgación y sin nacionalismo, lo que queda es un libro que radiografía una vivencia.
La vivencia de Götz Aly, no cabe la menor duda.
Mi crisis de fe en el ensayo -y el posterior renacimiento al comprender que todo era posible, que no había barrera alguna ni académica ni expresiva para el historiador- se detonó en las páginas del Ingmar Bergman de Robin Wood, cuando el autor (antes de salir del armario y convertirse en rutilante estrella de los Cultural Studies, incluyendo, por cierto, algún artículo menor sobre la representación de homosexuales en el cine del Holocausto), incluyó en el análisis de La vergüenza una impresionante digresión a propósito del miedo que le daba que sus hijos y su mujer fueran arrasados por el napalm como ocurría en aquel momento con las familias vietnamitas. Puede parecer una estupidez o un golpe de genio, pero en aquel momento entendí que toda la búsqueda de Wood iba destinada a poner algo de orden en su dolor, y que la elección del objeto -el cine de Bergman- era más bien inconsciente, como si todas las páginas que rodeaban su ensayo guardaran primorosamente ese único párrafo.
Aly, a su vez, escribe sobre el asesinato sistemático de cuerpos enfermos después de pelear durante varias décadas por su hija Karline, a la que dedica el libro y que de haber nacido a principios del siglo XX hubiera sido convertida en expediente y muestra cerebral por los carniceros del Reich. Hay que tomarse muy en serio el dolor de Aly, tomarse muy en serio el hecho mismo de incorporar su experiencia como padre al proceso de redacción del texto, no esconder nada, incorporar sus experiencias de miedo y frustración a la redacción de Los que sobraban. Si constantemente estamos reivindicando la presencia del Holocausto en nuestras sociedades, imagínense el pasmo del periodista al descubrir que uno de los pediatras que trataba a su hija entrados los ochenta había firmado sentencias de muerte en el carnaval del horror del Aktion T4 cuatro décadas antes.
Desde ahí, lo que el lector experimenta es la precisa labor de toda una vida: coleccionar nombres, puertas cerradas, cartas, supervivientes, análisis sobre los dramas familiares, manipulaciones del lenguaje, rutas de autobuses y trenes de los hospitales psiquiátricos a las cámaras de gas, delirios de psicóticos, planes económicos, arañas, experimentos, cuerpos y ausencias de cuerpos. El lector puede transitar todo aquello y descubrirse mirando el margen de texto como quien mira un espejo con ojos ciegos.
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En mi última visita a Berlín engañé a Santa Juana de los Mataderos para invertir una tarde entera en buscar los restos de la calle Tiergarten 4. Mi ruta fingía dirigirse al museo de Mies, pero lo que en realidad necesitaba era pasear al lado del espacio no simbolizable en el que habían estado las oficinas de la Aktion. Tras tres cuartos de hora dando vueltas al final encontré, olvidada y absolutamente escondida en mitad de ninguna parte, una pequeñísima placa que rendía homenaje a las víctimas de los programas de eutanasia social del III Reich. Nada más que eso, un puñado de palabras que los viajeros del autobús que paraba al lado pisaban todos los días.Hoy sé que aquellas palabras las escribió Götz Aly junto a Klaus Hartung y sentí que, de una manera extrañamente difusa, aquella tarde había merecido la pena.
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