I
II
Viajo en el Cercanías y en el otro lado del espejo tengo a conocidos que van muriendo de cáncer, solemnidades y cítricos, niñas hermosísimas con las uñas mal pintadas que me recuerdan lejanamente a la Iréne Jacob de La doble vida de Verónica, de la que yo siempre he andado de cuelgue, como refugiado en su manera de mirar al otro lado del espejo y verse a sí misma congelada en la intolerable reverberación de dos tiempos -en el cine hay muchos tiempos que se superponen, mi propio tiempo de espectador y el tiempo congelado del frame, algo así escribió Deleuze o creí yo entender, pero Deleuze probablemente nunca se enamoró de Iréne Jacob, que es la niña/mujer que yo imagino leyéndose en silencio El Libro que estoy escribiendo, aunque no lo escribo en primera instancia para ella, sino para otra niña que viaja en otro tren en otro tiempo y me despierta en mitad de la noche, niña como cadáver tatuada sobre los párpados recitando canciones tristes en idiomas desconocidos.
Veo mucho cine israelí porque tengo nostalgia de un tiempo que no he vivido, intento dormir entre algunas palabras que cazo al vuelo -Todá, Mazel Tov-, y me pregunto si esa lengua que no conozco está atravesada en mi misma lengua y si alguna vez el libro que yo escribo sonará con las resonancias de ese tiempo perdido y vagabundo que en lugar de una magdalena tenía una piedra situada encima de un tumba en Polonia -la Polonia de una parte de La doble vida-, y también veo muchas cintas polacas, sobre todo de Wajda, sobre todo de Polanski, sobre todo de Herz.
III
La niña que no me deja dormir se asoma conmigo a la ventana del ático y juntos sentimos tristeza de los niños que juegan bajo mi casa, niños hijosdeputa y asilvestrados que se golpean brutalmente y mastican un valenciano de pueblo cerrado, niños que entrenan sus tabiques para hacerse la loncha de la adolescencia ahí to guapa en el parking de la mediocridad, niños de tequitoeltangaabocaos que son protoasesinos en potencia, niños de Jedwabne que esperan a que salgan los toros a la plaza para darles patadas y tirarles piedras y apuntarles con un puntero láser con su puntería de niños a punto de ser apuntadores en la gran catástrofe ideológica que les llega. Janusz Korczak amaba a los niños tanto como yo les temo, porque les he visto arrojar contenedores a los toros, darles patadas, prender fuego a bolas frente a sus ojos, y en el pequeño ático lleno de libros del Holocausto en el que habito casi todas las páginas que leo me demuestran que prenderle fuego a un toro es un buen preludio antes de meterse el tripi de la matanza humana. En el pueblo en el que vivo se fusilaron a seres humanos en la misma plaza en la que hoy los niños le meten un puntero láser en los ojos a los toros. Los padres están a otra cosa, a los implantes del pelo, al bótox, a las mechas y al moño, al déjalealniñoquesedivierta. Los niños miran con cara de pocos amigos a mi ático cuando escuchan las Variaciones Goldberg y luego hacen el prebotellón triste de las pipas y la fanta caliente bajo mi ventana. Les tengo pánico y les odio. Les contemplo y luego leo el manuscrito sobre el Toro de la Vega firmado por profesores universitarios, y estudio detenidamente el nombre de los firmantes y me entra una tristeza de cercanías y una sensación de equivocación a gran escala. Les contemplo y luego me dicen que Alianza Nacional, la Librería Europa y Pío Moa andan tertuleando en un periódico nazi.
IV
Me cansé de los fuegos cruzados de las redes sociales y me exilié en mi ático, en el que hago lo único que realmente me apetece -escribir- en estas tardes proustianas en las que mi magdalena es un alambre de espino que a su vez es la voz de la niña que no me deja dormir susurrando, muy bajito, una cita de Mouawad...
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