18.9.13

HOTEL KID: Alison

My aim is true
 
 A Alison no le gustaba el cine. Había nacido en la Cataluña de después de la Transición en una familia de la alta burguesía que desayunaba telarañas envueltas en ejemplares amarillentos de La vanguardia. La niña que había sido fue matriculada en un colegio trilingue una eternidad más allá del Raval e invirtió su tiempo entre hípicas, meriendas en jardines privados y cintas originales de Bom Bom Chip! Tenía esa extraña inteligencia impregnada del sufrimiento que venía y no se arrepintió nunca de esconderse detrás de su propia carcajada.

    La conocí en una cena con el colectivo latino de Los Ángeles a mediados de Marzo que dieron en un asador cerca de Vine. Era la única que fumaba del grupo, y a mi me gustó desde el principio porque era morena, llevaba flequillo y tenía una ligera diastema que me recordaba a la Anna Paquin de Margaret, pero con acento catalán y una enorme promiscuidad verbal. Me contó que no le gustaba el cine, pero que curraba para una multinacional con sede en Miami llevándose de gira a las futuras promesas del Indie latino, lo que a mí me pareció contradictorio y hasta ridículo. Los conocía a todos. Había alojado en hoteles de semilujo a Angustia y Boina, a la cantautora valenciana Turian Red, a las promesas del capital hipster que sacaban vinilos que, en el fondo, no compraba nadie o casi nadie. Sospeché -siempre me gustó leer entre las líneas de la lencería ajena- que había compartido cama y desayuno con un par de bajistas barbudos con camisa a cuadros y automáticamente sentí una suerte de camaradería de extrarradio, camaradería de niño pobre que tenía menos dinero para pasar el mes de lo que costaban sus complementos de plástico. Con Alison la amistad era una lucha de clases en la que siempre salía perdiendo.

    Llevaba -y compartía- un extenso inventario de hombres que habían tenido la sacrosanta costumbre de defraudarla. Nunca me lo contó, pero yo sabía que tenía una carpeta oculta en el Ipod con canciones incómodas, temazos de dientes afilados que se aferraban a su pelo y retumbaban en la parte de atrás de sus ojos. Por aquel entonces andaba liada con dos compañeros de la empresa, fijos-discontinuos, tipos con los que se marchaba a esquiar y a pasar las navidades, y desde Suiza me mandaba postales garabateadas llenas de discos que tenía que escuchar y de malos tragos, confidencias a la vista de cualquier cartero sin apenas frases subordinadas y con unas intuiciones de tormenta en los márgenes. Creo que no era feliz, pero se aferraba a la música y el día que yo le regalé un DVD de Jules et Jim me miró como si estuviera loco, o como si hubiera profanado una regla tácita entre los dos: Nada de cine, Aarón, y después chasqueaba la lengua, me sisaba un Pall Mall arrugado y se marchaba a la oficina. Alison crucificaba minutos y miradas desde el piso veintidos, estática junto a la máquina de agua y llenando sus intervenciones en las reuniones de adjetivos como Terrific! Outstanding! Inspiring!

    En la intimidad, a partir del cuarto trago, simplemente repetía una y otra vez su frase favorita. No sé que voy a hacer con mi vida, tío. No sé que voy a hacer. Luego me ponía el acústico de Everything but the girl y se quedaba mirando hacia la nada, escuchando en bucle su canción homónima. Estaban pasando los años y Alison lo sabía. Las viejas promesas del Indie eran glorias consagradas que anunciaban pepsi para los exiliados cubanos o se habían convertido en juguetes rotos, un día incluso me confesó que se había descubierto escuchando a Barbara Streisand en el Spotify y en aquel momento supo que ya no era joven. Esas cosas no se saben hasta que se saben.

    Pero vaya si se saben.

    No sé qué habrá sido de Alison. Me contaron que se había teñido el pelo, que se había operado la diastema, que se había apuntado a cursos de cocina para adultos. Me contaron que había vuelto a Barcelona, me contaron que estaba pensando en hacerse un doctorado, me contaron que había opositado para diplomática, me contaron tantas cosas que al final Alison se convirtió en una sombra detrás del último cassette que me copié de Elvis Costello, una palabra en un idioma extranjero que los amigos pronunciaban siempre después de las dos de la madrugada, un agujero negro en mitad de la memoria que me miraba fijamente. Nunca supe cómo era el gesto de una mujer con diastema al llegar al orgasmo, y ese tipo de cosas son las que me impiden convertirme en una máquina autómata de producir cosas.

     Por otra parte -ahora que casi friso los treinta ya puedo confesarlo- nunca soporté a las mujeres que querían ser la Catherine de Jules et Jim. Nunca soporté a la Catherine de Jules et Jim. Pero esa, ya lo saben, es otra historia.

Catherine

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