16.9.13
Ulrich Seidl: Espejos (un texto teórico)
El plano, se suele decir, es la unidad mínima de significación cinematográfica. Eso se escribe en los manuales, se enseña en las facultades, si bien la semiótica ya nos demostró que la realidad era incontestablemente más compleja. Hay que tener cuidado cuando se mira un plano, porque en ocasiones tienen la extraña manía de resonar, retorcerse, generar un abismo. Ulrich Seidl es un maestro de la composición, y a su vez, un coleccionista de radiografías en mal estado. Sus películas siempre me han recordado a ese cortometraje maravilloso de Srdjan Spasojevic - R is for Removed, en The ABC´s of death- en el que el cine se injertaba en un cuerpo enfermo, en el que el cine era un zombie hermosísimo y no una bandera.
Los planos de Ulrich Seidl son espejos. Sobre todo los planos fijos, planos de composición pura, cuadros desquiciados, cuadros que intentan hacerse cargo de un cierto realismo desmesurado, esperpéntico, pero en el que uno intuye una naturaleza de los cuerpos más cercana a las pesadillas de Bacon. Son planos-degeneración, planos en los que el tiempo se vuelve intolerable, como una condena. Creo que hay una serie de directores contemporáneos que están realizando una apoteósica exploración de las posibilidades del movimiento interno del plano, de las líneas de fuga que se establece entre la óptica y el cuerpo del actor. Directores en los que la mostración lo es todo: la violación de Gaspar Noé en Irreversible -o el montaje de la montaña rusa en Enter the Void- tiene una relación de diálogo y entendimiento mutuo con los planos fijos de Seidl, con sus cuerpos que se ofrecen desnudos a la cámara web o que se fustigan en habitaciones oscurecidas. El plano fijo, estático, o con un movimiento exquisitamente controlado, sirve para imponer lo real del cuerpo frente al montaje epiléptico del videoclip -que también tiene un decir del cuerpo en tanto deseo, pero eso es otra historia.
Seidl sabe que hay dos elipsis. La prohibida -la que desea el espectador mojigato, que quizá no querría contemplar ciertas cosas-, y la recomendable -la que no responde narrativamente, sino que erosiona todas las posibilidades de generar lecturas unívocas. Hay en Paraíso: Amor un momento maravilloso en el que una banda africana interpreta en un dolorosísimo plano fijo una versión lacónica de La paloma ante una audiencia embrutecida de europeos. En el sótano del texto, los recuerdos de Coco Schumann, músico en Auschwitz que nos recuerda que dicha pieza era interpretada para engañar a las masas de seres humanos que se encaminaban a las cámaras de gas. La fuerza está en el plano fijo, en las figuras que se confunden con el fondo y realizan una exhibición de tristeza. Seidl construye a esos personajes impregnándoles de una melancolía histórica, como si fueran cuerpos que hubieran retornado de Polonia para encarnarse en músicos del tercer mundo alimentando a sus verdugos, décadas después - el director, por cierto, realiza un prodigioso ejercicio de reescritura después de los títulos de crédito finales que recomiendo encarecidamente.
La elipsis está encarnada en esos cuerpos que posan frente a la cámara, cuerpos que encierran la furia misma del discurso y que son borrados por el relato, convertidos en nota a pie de página. Seidl maneja con una precisión quirúrgica la empatía del espectador, suspendiéndola entre el pánico, el desprecio, la cercanía y el deslumbramiento. No hay categorías sólidas en su cine, lo que automáticamente implica inteligencia y desasoiego. Lo único sólido es la fuerza del plano y el dominio del corte, como si Seidl tuviera que anclar la mirada fija sobre el suelo allí donde todo implica borrado.
Al igual que en Noé, Seidl no puede evitar su amor hacia el Otro, y eso hace que sus obras sean portentosas y no simples vómitos. Uno se le imagina escribiendo sus guiones a la inversa que en la máxima de Marx: primero como farsa, finalmente como tragedia. Comienza en la carcajada de superioridad y termina en el sollozo. Pero para eso sirven, precisamente, los espejos. Esa es, por otro lado, la definición más precisa de Europa y de lo que somos.
Y hay, por cierto, un dato capital que le separa de otros supuestos directores "comprometidos". No hay en sus imágenes ni una sugerencia de nostalgia, de triunfalismo, de melancolía o de autocompasión. Por eso su cine aguanta el pulso allí donde no hay nada que reivindicar, y en buena lógica, donde no habrá nadie que le reivindique.
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