La presencia del cadáver
en cámara es una constante prácticamente desde los asesinatos
orquestados en los capítulos más bizarros de la Black Mariah de
Edison. Nos fascina la imagen de la muerte, de hecho, parecería que
el cinematógrafo no es más que un invento para conquistar la
posibilidad de mirar la tensión entre los muertos y los vivos, entre
el cuerpo que queda fijado en su gesto presente y el cuerpo que
sobra, el excedente de carne que queda. De ahí que muchos de los
directores más interesantes, y por qué no decirlo, también de los
más queridos por el público -Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Brian de
Palma, Wes Craven-, hayan realizado una especie de poética del
cuerpo muerto, un mausoleo que gira -tiovivo de Extraños en un
tren- siempre sobre las mismas
preguntas: ¿quién es ese cuerpo? ¿cómo ha llegado hasta ahí?
¿cómo se relaciona con los cuerpos que quedan vivos, a su
alrededor?
Creo
que el cine de Darío Argento se puede pensar desde esa fascinación
con la que el director coloca la interrogación por el cuerpo muerto
en el centro del dispositivo. Su filmografía está dominada por esa
tensión entre el thriller de manual -Giallo, Tenebrae-
y una más que discutible vertiente sobrenatural -Phenomena,
Drácula 3D- en la que
inevitablemente tartamudea. Si Argento mira hacia el cadáver con los
ojos atentos e invierte el metraje en realizar una paciente
topografía de su desaparición, entonces sus películas se
convierten en pequeñas joyas excéntricas, como de un brillo
opacado, un reloj esperpéntico que se retrasara con una puntualidad
metódica. Luego está toda esa colección de tics estéticos
sensoriales que rozan lo hortera pero que se dejan contaminar también
del videoclip o del espíritu de una sensibilidad que quería ser un
palacio barroco pero se quedó en la barraca de feria. Argento tiene
esa lógica construyendo encuadres del feriante cansado que repite,
una y otra vez, la misma salmodia de ciudad en ciudad, prometiendo
más escalofríos, más pánico, más miedo ante la contemplación de
lo visible.
Sin
embargo, esa vocación de dedicado alfarero del crimen forma parte de
una Historia del cine que todavía está por escribir: la de el
tartamudeo europeo frente a la todopoderosa maquinaria del género
estadounidense. Europa construyó el Caligari pero perdió la
posibilidad de parir un Wes Craven precisamente por su propio
desprecio de la cultura popular. Lo pop es, no nos engañemos, la
clave para abrir las puertas del género. Argento es portador de esa
tensión, y por eso intenta
combinar a Verdi con los Iron Maiden, el estilema de autor con el uso
del plano subjetivo para personificar la mirada del criminal, el acto
de mirar lo conocido con el acto de citar al Freud palomitero. Si
hubiera trabajado en los grandes estudios de los cuarenta, hubiera
sido un exquisito freak, hermano bastardo en lo íntimo de Jacques
Tourneur o de Charles Laughton. Sin embargo, nació europeo y
atravesado por una modernidad que quizá soñó antes de dejar caer
la primera cuchillada. Eso es, al final su cine: una guapísima
cantante de ópera que cree estar interpretando Macbeth
pero que, en realidad, emite
el falsete de Bruce Dickinson.
No hay comentarios:
Publicar un comentario