23.8.13
Agosto en llamas #02: "Lovelace" (2013) de Rob Epstein y Jeffrey Friedman
Si hace apenas dos días hablaba sobre la inmensa timadura de pelo que resultó ser Ordeal y su pertinente orquestación para encajar con los discursos feministas del momento, me topo casi en tiempo real con el biopic de la Lovelace protagonizada por Amanda Seyfried, la niña del rostro triste de pecera y aspirante fallida al título de superstar teen. Con una textura de TVMovie poco inspirada y un suspirito triste nada disimulado por los oropeles que desplegó Paul Thomas Anderson en Boogie Nights, Lovelace sigue tropezando en la piedra bíblica del neoconservadurismo, además de demostrando una incomprensible falta de interés por la verdad histórica.
¿Por qué la gente acude a ver una cinta como Lovelace? Sin duda, por la pátina de progresismo que se desprende de su premisa, algo así como un punto picarón, mezclado con grandes dosis de nostalgia postmoderna y una incomprensible moraleja atravesada por dos figuras simbólicas: una vez más, la advocación de la Dworkin...
Y, por supuesto, la confesión sobre la que se vertebra todo el aparato discursivo.
El funcionamiento de Lovelace es increíblemente torpe. De un lado, resulta sospechosa la horquilla de tiempo seleccionada por el guionista: de su caída en desgracia al conocer a Chuck Traynor hasta su resurrección como madre feminista en la américa neocon de los ochenta. La carrera de la Lovelace se fija en un fracaso -Garganta profunda- y un triunfo -Ordeal-, con las consiguientes dosis de maltrato físico, explotación sexual y violencia machista que exige la lógica del discurso. El goce ("where I found my joy") no está en lo erótico, sino en lo materno. Todo aquello que resulta demasiado extremo o incómodo en la vida de la protagonista se borra misteriosamente: su famosa peli de zoofilia con un perro -y se sorprenderían de la cantidad de visitantes al mes que vienen a este blog buscando la puñetera cinta de marras-, su estancia en la mansión Playboy con un Hefner muy alejado de su glamourosa advocación encarnada nada menos que en James Franco, la explotación psicológica y económica que un cierto lobby feminista levantó contra ella, sus más que tormentosas relaciones con su segundo marido... Todo eso no interesa en el discurso de Lovelace, que sólo se empeña en decir que...
...y que Ordeal funcionó como un reloj en las librerías porque...
(lo que a todas luces resulta ridículo, ya que cualquier libro con cierto empaque sobre la historia de la industria pornográfica en EEUU ha superado, con creces, dicha cifra)
Hace nada, un lector me reprochaba, no sin cierta razón, que utilizara con demasiada rapidez una comparación entre las narrativas convencionales y el porno. Intentaré, por lo tanto, ofrecer algunas respuestas al hilo de Lovelace. En primer lugar, el porno prescinde por lo general de su línea narrativa en pro de la simulación de un acto que pretende únicamente generar una respuesta física en el espectador. Sin embargo, si analizamos cualquier comedia romántica media hollywoodiense veremos que el funcionamiento textual es, en esencia, el mismo: la suspensión de la lógica de género en nombre de un deseo insatisfecho. Si el texto funciona, la espectadora puede afirmar sin el menor remedio: Yo sé que los hombres no son así, y sin embargo... [creo]. Del mismo modo, allí donde el porno coloca el money shot como el operador textual que cierra el relato, la comedia romántica posiciona la boda, el hijo o el compromiso social. Lovelace funciona de manera paralela, levantando un relato edificante en el que la salvación pasa por abandonar la industria pornográfica. De hecho, nada tan claro como su estructura: durante la primera mitad de la cinta se ofrece una mirada positiva, un auge de fama y fortuna que es rápidamente reescrita durante la segunda mitad intentando llegar al estómago: maltrato, violación, prostitución. El guionista tiene mucho cuidado en trazar una línea simbólica sobre la que cualquier espectador puede permanecer, lleno de empatía y de comprensión. Si hubiera introducido la anécdota del perro, por ejemplo, el personaje de Lovelace hubiera explotado de manera brutal y el rechazo del público objetivo hubiera sido tan radical que la película hubiera fracasado antes de arrancar.
¿Para quién se rueda Lovelace? Desde luego, no para los pornógrafos -que se sentirán lógicamente insultados-, y tampoco para los amantes de las narrativas complejas que pudieran dejarse arrastrar por un discurso abrumador y realmente doloroso como el de Boogie Nights. Al contrario, el público objetivo de Lovelace es el consumidor de TV Movies de mediodía, aficionado al goce malsano de los divorcios, los secuestros, los padres crueles, las madres castradoras, los malos tratos y la moralina envenenada que anida en ciertos finales felices. Después de todo, lo decía ayer: una película porno es más honesta audiovisualmente que esos bodrios repugnantes que disparan el mismo goce, pero disfrazado de lógica integradora, gender studies, emancipación, arquetipo reaccionario, mensaje institucional. Si ustedes han leído detenidamente la verdadera biografía de Linda Lovelace, sabrán que al final de sus días sólo se arrepintió de una cosa: ni el porno ni las feministas le pagaron los dólares en los que ella tasaba su sufrimiento.
Porque por supuesto, Linda Lovelace sabía que cuando ya no se puede vender el cuerpo, siempre se puede vender la miseria.
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1 comentario:
No negaré que la película de Lovelace es algo "tv movie de telecinco de un sábado aburrido", pero es entretenida y como bio-pic no está tan mal como podría haber sido...
Realmente buena tu entrada, poca gente sabe acerca de Linda y toda su basura.
Bravo por el "Linda Lovelace sabía que cuando ya no se puede vender el cuerpo, siempre se puede vender la miseria.".
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