El día que seamos capaces de escribir una Historia del Cine Europeo total, holística y sin tics ni deudas ideológicas, quizá veremos una extraña contradicción. A la intensificación del gesto político 68 y aledaños, surgió también un tic de borrado, no necesariamente conservador, sino simplemente hastiado de significantes, asentado en las cinematografías de gente como Argento, Brass, Corbucci o nuestro Franco. No pienso hacer aquí la apología de esta escuela de buzos suicidas -tarea todavía no cubierta, al menos en lo referente a las posibilidades de la puesta en forma fílmica-, sino llamar la atención sobre el proceso de profundo desprecio ante la sacralidad de la narración fílmica. Donde en Godard o en Angelopoulos hay siempre una voluntad poco disimulada de salvar a la humanidad, en Argento hay un gesto de autodesprecio lúdico que hace que sus obras sean siempre algo indigestas, estén como deshilvanadas, voluntariamente imperfectas.
Lo que cuesta pensar en Argento no es tanto la pereza con la que se resuelven las situaciones en sus peores películas, sino precisamente la presencia de Suspiria enclavada en la mitad de su filmografía: destello, fascinación, prodigio visual irreprochable. Suspiria enuncia una extraña paradoja para el cinéfilo: ¿cómo es posible expresar la nada con tanta fuerza? Y aquí debemos leer la nada en su sentido más narrativo: nada se cuenta en Suspiria, nada interesante, nada que merezca la pena ser contado. Antes bien, el guión es un cúmulo de bizarros despropósitos que se agolpan en un proceso descuadernado. Ni siquiera podría decirse que la historia de la cinta es mala: es que no existe, apenas es una sugerencia borrada de un eco que cualquier escritor con dos dedos de frente hubiera arrojado a la papelera con un mohín de pereza. Y sin embargo, Argento construye unas imágenes portentosas para arropar esa montaña rusa de incoherencias, rueda como si estuviera descubriendo por primera vez las posibilidades del color en la pantalla, experimenta haciendo de cada encuadre un acierto pictórico, un deslumbramiento. Argento sienta los cimientos de ese expresionismo deslumbrante que en la postmo nos volvería a regalar Wong Kar Wai con su cóctel de neones íntimos, pero sin el emocionante compromiso con la humanidad que tiene el asiático. En Argento la humanidad es simplemente un pie de página dominado por las tensiones del género -género, eurotrash, que a su vez inventaba el italiano y que todavía tardaría tres o cuatro décadas en depurarse con resultados desiguales.
En esta dirección, Suspiria nos interesa precisamente en lo que tiene de eso que podríamos llamar, con una carcajada bufonesca y anti-ensayística, un auténtico cine puro donde la imagen lo domina todo. El concepto de la pureza del cine -por lo demás, callejón sin salida teórico-, generalmente se ha utilizado como un comodín en el que cabía una superación del modelo hollywoodiense, y a la postre, un interés ideológico. Sin embargo, la contradicción de Argento es que realiza esa misma función apoyándose en el modelo de Hollywood pero reduciéndolo al esqueleto, a la esencia, a la pobreza máxima. El horror de Suspiria es un mendigo que sestea en el vertedero del cine clásico, fumándose con paciencia la chusta arruinada del relato clásico. Sin embargo, el mendigo tiene también unos ojos de gato bellísimos, ojos que igual sugieren el perfil excitante y turbio de una virginal Jessica Harper congelada en un verano mustio de convento...
, o el gesto del zombi adolescente que es siempre el primer amor no correspondido, bailarina anoréxica, celibato artístico, aquelarre de rojos y azules.
La pregunta, finalmente, es: ¿Suspiria es una buena película o un tremendo despropósito? La respuesta, como ocurre siempre con las obras más interesantes, reside en la experiencia del espectador y en lo que espera de una película. Mirar Suspiria -que no verla, verla es otra cosa aburrida que no lleva a ningún lado- es un ejercicio tan admirable como debe ser la contemplación de un Rotchko en el filo mismo de la locura. El lienzo no dice nada, pero lo arroja todo. Es la madurez absoluta o el fracaso de la narrativa. Eso, como siempre, lo deciden ustedes.
1 comentario:
This is cool!
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