En mi experiencia como espectador, en mi íntima historia -con minúscula- del cine, hay tres tipos de películas: la gran costra adiposa que uno consume como cinéfilo con resultados desiguales, las películas que por alguna razón lanzan algún destello que se engancha en mi inconsciente y, por último, las películas que hablan poderosamente sobre la barbarie. Como toda taxonomía, la mía también tiene contradicciones, goteras, fantasmas, maldiciones y pústulas. Me interesa el cine de la barbarie porque vivo en un estado de decepción permanente con el ser humano y, en contradicción, sigo esperando una resurrección, un acto de autodignidad total sabiendo que, simplemente, no llegará nunca. De ahí que estudie el Holocausto, pero de ahí también que no pueda zafarme del impacto audiovisual que me provocaron Vals con Bashir, S-21 la máquina de matar de los jeremeres rojos, y ahora, The act of killing.
Si no creo en la inefabilidad ni en la unicidad del Holocausto -ustedes me perdonarán, pero es mi apuesta teórica-, es porque creo que en el fondo su base de experiencia espiritual, la base de generación de verdugos y perpetradores, es universal y forma parte de este rostro nuestro que cada mañana nos mira desde el espejo. Hace apenas una semana acudí como visitante a un pueblo de la contorná en el que se celebraban unas lujosas fiestas regionales y observé cómo la chavalada del lugar se lo pasaba bomba pegándole patadas y prendiéndole fuego a un toro ante la satisfecha mirada de sus mayores. No es hacer propaganda barata: es que el acto de maldad pura, el acto de disfrutar de esa superioridad y de ver la sangre correr, se repite y reverbera entre la matanza de Jedwabne, la carnicería de Sabra, la canción triste de los pozos de Camboya y la casa de mi vecino, en fin, quizá mi propia casa.
The Act of Killing es, quizá, la mejor película sobre la barbarie estrenada tras Vals con Bashir. Entierra con cada fotograma toda esa tradición de cine social y comprometido que ya resulta insostenible. Para hablar de la masacre no es posible generar una narrativa convencional, precisamente porque lo más horrible de la masacre es lo convencional que hay en su perpetración. No es sólo que la peli de Oppenheimer sea la traducción cinematográfica perfecta de los ensayos de Browning y Hilberg sobre la psicología de los verdugos. Es que además es una cinta que se construye en oposición al documental clásico y hace de la mostración del horror una auténtica arma política de destrucción masiva. Es inmisericorde precisamente porque obliga al cine a comparecer en el altar de la masacre, dar cuentas de la misma, explicitar que entre cine y masacre se practica una suerte de sexo oral mutuo, un 69 histórico. En el primer plano de Apocalypse now! no se enseñan los cadáveres que agonizan bajo el Agente Naranja, y sin embargo, se genera un efecto tan hermoso y cinematográfico que no podemos sino pensar: Caray, muchacho, esto es cine.
El cine es un acto bárbaro porque al final -ya lo sabía Ingmar Bergman- toda proyección es siempre lo mismo: ver el cuerpo desnudo o ver la calavera. Darle de comer al inconsciente, amamantarle de pánico, de sangre, de mierda o de cuerpos desnudos. Da igual que la proyección tenga forma de quejido lánguido por el amor perdido, la ideología perdida, la humanidad perdida. La fórmula del bueno de Morrison (All the children are insane waiting for the summer rain) se cumple en la mirada desquiciada de la espectadora que se inyecta un chute de El diario de Noa o del espectador desquiciado que se fuma Too Fast Too Furious en papel de plata. A la hora de la masacre, alguien tiene que pagar los platos rotos, y la cámara siempre es culpable, porque la cámara es como el ser humano, y fagocita. Llora, Bette, que tus lágrimas son dólares en taquilla -dice el violador indoneso cuando confiesa a la cámara el placer que suponía encontrarse con una niña comunista de catorce años. O la calavera o el cuerpo desnudo.
The act of killing debería cerrar la boca de una vez a todos los profetas aburridos de sí mismos que pontifican sobre la muerte del cine, cuando en realidad quieren hablar de su propia muerte o de la muerte de la modernidad. Era necesario matar a la modernidad para llegar hasta este punto, hasta la butaca en primera fila en el proscenio de la masacre. Era necesario matar al padre (Dad I want to kill you) pero ahora no sabemos muy bien qué hacer con el cadáver, y nuestro padre muerto está en el recibidor diciéndonos lo mucho que le gustaban las películas de John Ford, de Jean Luc Godard, de Howard Hawks, de los Straub. Y mientras nuestro padre sigue leyendo a Bazin, ahí fuera sigue la masacre.
Estoy deseando que se estrene la peli sobre Siria. La podría dirigir Winding Refn. El cine es un niño bulímico de catástrofes y tiene hambre. Muchísima. Un hambre que atraviesa toda la historia. Especialmente la nuestra.
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