31.8.13
"Kadosh" de Gitai, la luz y la palabra de la mujer
01.
¿Quién contempla la película? El espectador. Pero "el espectador" es una instancia imposible y un tanto tramposa, como "el enunciador". Necesitamos la herramienta teórica para pensar el cine, pero siempre hay un matiz en la experiencia -la experiencia de vivir la película-., que tiene un exceso, un punto de vivencia incontrolada que se rebela ante la perspectiva de ser teoría y pensamiento. Normalizar la experiencia cinematográfica no deja de ser una paradoja, una trampa poco fiable.
Cuando regresamos a una película, pasados unos años, siempre ocurren cosas interesantes. Los rostros se han modificado levemente. La memoria ha realizado un nuevo diseño a raíz de lo vivido, las escenas han cambiado de sitio, los personajes han cambiado. Nos gustaría volver a ver siempre las películas por vez primera, porque entrar en una cinta nueva es un ejercicio de exploración y descubrimiento que tiene mucho que ver con el deseo, y regresar a una película ya vista es un ejercicio de curiosidad y necesidad que tiene mucho que ver con la nostalgia.
Pienso en todo esto mientras vuelvo a ver Kadosh, por segunda vez, después de casi una década. Lo bueno de la cinta de Gitai -de casi todo el cine de Gitai- es que no sólo ofrece material para pensar, sino que también ofrece tiempo para pensar. En general, los ritmos de metraje suelen ser tan frenéticos que no dejan ese espacio para sorprenderse en el pequeño gesto o para realizar un ejercicio íntimo de memoria con la película.
Y es que Gitai, ante todo, respeta al espectador. Sea lo que sea tal cosa.
02.
Reviso Kadosh, diez años después, y la película funciona a la vez como un aullido y como un álbum de recuerdos. Sufro una nostalgia crónica de Jerusalem, y la combato aferrado del brazo de un director que denuncia con el pulso firme su rostro más terrible. Todo en Kadosh parece perdido de antemano, como en Jerusalem, que es un lugar al que acudimos casi todos a morir un poco, lenta, concienzudamente. Viajando en el tranvía contemplaba la irremediable belleza de las mujeres ultraortodoxas, atravesadas de delirio mesiánico, abandonadas de sí mismas, mujeres en los que la palabra mujer era una nota a pie de página en blanco. Cuánto le pesa el judaísmo y la promesa incumplida a una mujer que se desliza tras las cortinas opacas de la tradición fundamentalista. Y sin embargo -y aquí termina el estúpido victimismo de la teoría de género y comienza el debate-, ellas eligen, y en un acto incómodo para los salvadores occidentales, eligen un Dios que no se manifiesta, una progenie que se multiplica mientras las deforma, un lugar secundario tras una página plomiza de la Torah. En la película de Gitai el peso de la elección es una serpiente oronda que dormita en el dormitorio, y el director juega a propósito con los filos entre sexo y violación, brutalidad y masculinidad, Dios y hombre. No diría que Kadosh es una cinta feminista. Diría, más bien, que es una cinta sobre la mujer, sobre Jerusalem y sobre la manera en la que retumba la voz en las pequeñas sinagogas. Y en esa dirección, es una película hermosa.
03.
En general, me gustan las películas en las que las mujeres hablan. No me refiero a las escenas neoyorquinas en las que cuatro amigas beben café e intercambian detalles sobre besos negros y cunnilingus. Me refiero a esas habitaciones cerradas que Bergman manejó como nadie, a esa complejidad divertida y desesperada que Nadine Labaki esbozó en ¿Y ahora adónde vamos?, en las conversaciones dentro del coche de Free zone, del propio Gitai. En España necesitamos urgentemente una cinta que ofrezca una réplica femenina, sincera y autoparódica, a la magnífica Una pistola en cada mano de Cesc Gay. Hay algo netamente cinematográfico en el primer plano de la mujer que habla, y por eso Godard salvó más de una película suya en el filo de la catástrofe gracias a la mujer, a su palabra, a la luz sobre su rostro y a ese gesto casi mitológico -la escultura de Jules et Jim en Truffaut- que desvela el primer plano, el rostro, el gesto. En Kadosh hay un dominio terrorífico del montaje interno de plano, una auténtica lección de cuándo y cómo cortar, cómo dirigir la mirada, cómo jugar con lo que ocurre en los márgenes de lo visible y cómo demostrar que los personajes, cuando se alían con la puesta en escena, son todavía más importantes que la lógica de la narración. La penúltima escena, en su prodigio de sensualidad y muerte, nos recuerda cuál es la mejor respuesta a la barbarie: el cuerpo de la mujer, su misticismo, su rima con la luz.
En Kadosh, salvo el cuerpo de la mujer y la luz que se desliza por ella, todo es barbarie.
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