He conocido una radiografía de Israel que no sé por dónde empezar a pensar, con toda esta megalópolis de sentimientos apilados, chatarra de tangas y lonchas de coca en un rincón de la brújula, Dios y los ángeles custodios de la Historia en el otro. El que no va de síndrome de Jerusalem va de bajada de pastillas, y así en mitad de la noche se aparece como un fantasma una suerte de edificio derruído, un bar con las lunas rotas, un trozo de metralla. "Esto es del atentado de hace un par de años" , se comenta, y se vuelve después a los placeres de la carne o de la oración, o la milicia o la nostalgia, o todo junto. Sigo acodado en la rave, pero nadie me mete ficha y me dejan tranquilo en el rincón polvoriento de los cronistas. De adolescente escribía en las discotecas y en las cafeterías, de adulto escribo en los trenes o en los aeropuertos.
Desciendo por la telaraña de Israel con las manos sucias y hago inventario de los cadáveres en la mochila. Chaim Rumkowski anda arrancándose los ojos mientras generaciones multiplicadas de supervivientes deliran hora tras hora, arrancándose la ropa y celebrando una existencia en constante peligro de extinción. Después de la hora de la rave llega la hora del cetme, o la hora de volver a la Franja a jugar al ajedrez contra los palestinos, o la hora de sincronizar los relojes con una luna rota y ultraortodoxa. Lo he dicho muchas veces: el pueblo quiere paz y quiere no tener que vivir a la sombra de un misil Kazam, sombra esperpéntica como cúpula del trueno o de acero cadavérico -IronDome, término poético de la poesía triste del oriente próximo-, y después cada uno con sus afinidades electivas. Cada uno, en su camino, con su colección de cadáveres en la mochila, ya digo.
Nadie me pide fuego ni nadie me dirige la palabra porque yo no he llevado un cetme en la vida, y nada sé de la forja de una identidad nacional, una identidad que es a la vez un triunfo y un cuchillo en la garganta. Me siento niño de plastelina simbólica, niño líquido y sin orígen en un territorio donde la postmodernidad la combaten a balazos. Qué tristeza la de los occidentes a este lado de la ideología, haciéndonos las uñas en el tocador triste del ocaso. Decía Tolstoi por algún lado de Anna Karenina que a los cronistas que loaban la guerra había que mandarles los primeros al frente. No es la guerra, ni la sangre, sino la torsión de la identidad porque allí donde la vida no tiene revolución posible es menos vida, y se convierte en una oferta de Ikea, un gato de porcelana, una playa de Benidorm. Israel se ha construído en oposición al mundo y sólo por eso tiene lo que no tiene ya casi nadie en nuestro paisaje emocional. Un sentido.
Desciendo por la telaraña de Israel con las manos sucias y hago inventario de los cadáveres en la mochila. Chaim Rumkowski anda arrancándose los ojos mientras generaciones multiplicadas de supervivientes deliran hora tras hora, arrancándose la ropa y celebrando una existencia en constante peligro de extinción. Después de la hora de la rave llega la hora del cetme, o la hora de volver a la Franja a jugar al ajedrez contra los palestinos, o la hora de sincronizar los relojes con una luna rota y ultraortodoxa. Lo he dicho muchas veces: el pueblo quiere paz y quiere no tener que vivir a la sombra de un misil Kazam, sombra esperpéntica como cúpula del trueno o de acero cadavérico -IronDome, término poético de la poesía triste del oriente próximo-, y después cada uno con sus afinidades electivas. Cada uno, en su camino, con su colección de cadáveres en la mochila, ya digo.
Nadie me pide fuego ni nadie me dirige la palabra porque yo no he llevado un cetme en la vida, y nada sé de la forja de una identidad nacional, una identidad que es a la vez un triunfo y un cuchillo en la garganta. Me siento niño de plastelina simbólica, niño líquido y sin orígen en un territorio donde la postmodernidad la combaten a balazos. Qué tristeza la de los occidentes a este lado de la ideología, haciéndonos las uñas en el tocador triste del ocaso. Decía Tolstoi por algún lado de Anna Karenina que a los cronistas que loaban la guerra había que mandarles los primeros al frente. No es la guerra, ni la sangre, sino la torsión de la identidad porque allí donde la vida no tiene revolución posible es menos vida, y se convierte en una oferta de Ikea, un gato de porcelana, una playa de Benidorm. Israel se ha construído en oposición al mundo y sólo por eso tiene lo que no tiene ya casi nadie en nuestro paisaje emocional. Un sentido.
1 comentario:
Excelente, y digo excelente, serial de artículos los que usted está redactando allá lejos, en aquellas tierras de dogmatismo y sentido. Un seguidor atento se alegra de leer algo de calidad. Un saludo.
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