2.5.13

"Maniac" (2012) o la Academia


Elijah Wood
Académico sin beca tras los recortes posando junto a su marco teórico.
   Pasado el umbral de las últimas creencias -allá por principios de la década anterior-, se cerró tácitamente, como con un gesto casi de asco, toda esa colección de reflexiones sobre los procesos de empatía del espectador cinematográfico. Una vez que chapa el templo 24 horas de los Estudios Culturales y lo único que queda es una neosemiótica cincelada sobre las cicatrices del sujeto, los penitentes del posestructuralismo nos guardamos el cilicio y pasamos a otra cosa. Unos, a celebrar la muerte del cine y a inventar un Kama-Sutra necrófilo con su cadáver. Otros, a marear la perdiz de lo líquido para acabar enfangados de postmodernidad y postureo. Otros -los menos-, a engancharse a la ouija de lo espiritual para negar compulsivamente que habían pasado varias décadas desde el auge y caída de las primeras Teorías del Cine.

    Lo cierto es que Maniac es interesante en tanto lápida, broma macabra, enésima torsión de la enunciación después del pentecostés setentero de la Sacrosanta-Enunciación (Marca Registrada). La empatía ya no es una cuestión de moral, ni se espera gran cosa del texto fílmico más allá de su ser-Montaña Rusa. Y nos gusta. Nos ha liberado de la maldita costumbre de andar coleccionando estampitas de los setenta y, por el camino, ha prendido fuego a casi todo Robert Stam, a casi todo Calabrese, a Bordwell y a su secta, a todo Francesco Casetti. Los tomos azules de Cátedra han envejecido diez años, de golpe y porrazo, por no hablar de las teorías feministas del punto de vista con sabor a Laura Mulvey. ¿Quién teme al lobo feroz? podemos susurrar entre dientes, a punto de reventar de risa. Es lo que tienen los velatorios, sobre todo los cinematográficos. Cada vez cuesta más contener las carcajadas.

    Cuando el mundo no espera ya nada del cine es, precisamente, cuando podemos disfrutar de una cinta como Maniac. Desde luego, pasarán muchos años antes de que alguien pueda llevar el trabajo de cámara en primera persona más lejos de lo que consiguió Gaspar Noé en Enter the void, pero el dispositivo de Khalfoun es probablemente la mejor continuación posible. Trabajar la primera persona del singular con una óptica ya no es un logro técnico, sino simplemente una posibilidad estética. ¿Cuándo llega Maniac a su cénit expresivo? No tanto en los planos secuencia ni en las escenas de feliz evisceración, sino precisamente cuando la cámara duda y se escinde levemente, dejándonos con la feliz duda de todo el aparataje fílmico: ¿Estamos dentro o fuera?

    Estamos Escindidos (también Marca Registrada). Si antaño la mirada a cámara era el cúlmen de la violencia cinematográfica, ahora es un cómodo refugio, un pequeño hogar mohoso desde el que comprendemos nuestra inclusión en la farsa o en el relato. Maniac tiene todo los tics -autoasumidos, no faltaba más-, del thriller SerieB de los ochenta, se regodea en ellos y los utiliza casi como metarreferencias, como orgullosas cicatrices identitarias. ¿Qué es Maniac? ¿Un visionado en ácido de Marnie la ladrona en la trastienda de Dario Argento? ¿Carne para las industrias audiovisuales? ¿El enésimo zombie patriarcal que se construye sobre el pánico y el goce de la destrucción del cuerpo femenino?

Feminismo
Feminismo estructuralista de raíz lacaniana para Dummies.
    ¿Qué es Maniac? Por mi parte, debo afirmar: la prueba palmaria del fracaso del psicoanálisis fílmico posestructuralista. Así, dicho a lo bruto. La reducción de décadas de reflexión en noventa minutos en los que todas las estructuras del Edipo se han convertido en un chiste palomitero, un descojone, un vodevil. Maniac es el cabaret en el que los discípulos de Lacan pueden arrojarse para arrancarse los ojos y exiliarse a las barriadas del conocimiento. Se puede hacer una lectura lacaniana y feminista casi en tiempo real, siempre que el espectador pueda contener la risa en las tripas, y ver cómo a Khalfoun le importa un bledo el subtexto, las aristas, lo reprimido. ¿Para qué reprimir, cuando se puede poner en cámara con la seguridad de que la audiencia está mirando? Y de ahí que la aceptación de la primera máxima lacaniana -no intentar entender-, se convierte aquí en un truco de magia ridículo -entenderlo todo por cojones-, que desactiva cualquier lectura intelectual sobre el mismo. Maniac es transparente, demasiado transparente. Y por eso, precisamente, convierte sus posibles lecturas en lo que nunca han dejado de ser: un juego de salón pasado de moda -y por ende, mal pagado. Dan ganas de aplaudir precisamente por esa libertad extrema que Khalfoun le ha regalado a sus espectadores: el texto idiota, el texto fláccido, el texto me-importas-un-huevo-tú-y-tu-marco-teórico-chaval.

    Indudablemente, Maniac hará entrar en pánico a una gran parte de los espectadores que accedan a su interior con el manual de instrucciones metodológico (a.k.a. La Biblia Teórica De Turno). Unos pocos, que no entenderán nada, se excitarán creyendo encontrar en su interior la confirmación en bloque de nuestros -ay- pequeños pero contundentes hallazgos intelectuales. Otros se llevarán las manos a la cabeza, ante la indecendia repudiable de airear con tanto descaro nuestra ropa interior teórica, convertir nuestras palabras en la sección de contactos de una fulana triste en un periódico local. Pero es necesario, en lo que tiene de demolición, y también es inútil en lo que tiene de banal, de pueril, de gesto displicente. Tras el pánico inicial, la comunidad académica podrá decir: "Bueno, después de todo, no es sino una peliculita de terror, una cosa como sin interés, no es un Bresson, no es un Kiarostami, no es un Godard, que NO CUNDA EL PÁNICO".

     Pero ahí está la cinta de Khalfoun, que es algo así como los papeles de Bárcenas del posestructuralismo, y por eso yo ando como fascinado, como de buen humor, como liberado. Está bien que nos saquen la foto. De frente y de perfil, y a ser posible, sujetando el número de nuestro expediente -acreditado, no faltaba más- en la ANECA.

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