Hace un tiempo se popularizaron una serie de pequeños escritos, generalmente poco afortunados, denominados “pre-críticas”. La lógica del discurso pasaba porque el pre-crítico, jugando a ser una suerte de precog spielbergiano, se empapaba del tráiler y de los documentos paratextuales –las entrevistas, los avances, las fotografías del rodaje…- arrojaba sus cartas del Tarot analíticas y ofrecía una visión, puramente intuitiva, sobre la película de marras. El equivalente crítico, imagino, a masturbarse pensando en la mujer amada antes de conocerla carnalmente. Yo no quería hacer la pre-crítica de Anna Karenina, sino escribir sobre el deseo de ver la película, que son cosas muy diferentes. En un momento en el que casi todas las imágenes jamás rodadas están ya disponibles online, en el que se encuentra incluso disponible un ripeo de mi película soñada en alta definición con subtítulos en castellano, yo prefiero demorar, esperar, tachar dulcemente los días en el calendario. Sé que se estrena también Spring Breakers, pero qué quieren que les diga, yo a la que anhelo de verdad es a la Karenina.
Si yo fuera un poco más valiente o un poco más imbécil, me hubiera arrojado, sin más, a escribir sobre la novela de Tolstoi para ir "calentando motores". Pero soy –siempre lo digo- un lector literario pésimo, me siento incapaz de hacer buenos análisis, no tengo las herramientas necesarias. En su lugar, debería confesar humildemente que Anna Karenina ha sido una de las mejores novelas que he leído en la vida. Así, con total brutalidad. Y que la experiencia de haber transitado sus más de mil páginas la recuerdo como un viaje febril, un delirio absoluto, un inventario de centenares de cosas que se arrastran por el interior, que trepan, que avanzan como una locomotora salvaje en mitad de la nieve. Durante la semana que viví en Anna Karenina no hubo otro escenario, otro horizonte, no hubo otros cuerpos ni otras conversaciones. Podría contar con los dedos de una mano las novelas que me han llevado a esa situación de intimidad con el libro, de construcción en el libro. Libros como espejos. Las lecturas de Kafka en la adolescencia y las de Dostoievsky acabada la universidad. La infravalorada Lunar Park de Bret Easton Ellis. Cosas poderosísimas de las que yo no puedo hablar pero que me han golpeado con toda fiereza.
Creo que Anna Karenina llegó a mi vida en el momento adecuado, en el punto concreto en el que tenía que llegar. Ya saben, esa estúpida sensación de enamoramiento que te atraviesa al mirar a una persona y preguntarte cómo has podido vivir sin ese gesto concreto, sin esa manera de fruncir el ceño concreta, sin esa manera de pensar y sentir concreta. El enamoramiento es -lo decía Aranguren- un estado de imbecilidad permanente, y yo me enamoré de Anna Karenina. El que diga que no es posible enamorarse de un libro es un imbécil o un pobre hombre, ya se lo adelanto. Y sé que estaba enamorado porque a través de la palabra de Tolstoi yo podía ser a la vez Alexei Karenin, Alexei Vronsky, la propia Anna, Stiva o Konstantin Levin, todos al mismo tiempo, todos en un aullido de humanidad, en una radiografía total de mis intuiciones sobre la ejecución y la verdad del deseo. Leía el libro en el AVE y me daban ganas de gritarle al ejecutivo trajeado que ocupaba el asiento de mi derecha: "¿No se da usted cuenta de que esto que hay escrito aquí es verdad? Este párrafo, y este otro, y esta descripción concreta, y esta frase..." Nunca lo hice. Ya les he dicho muchas veces que soy un cobarde. El caso es que llevo un par de semanas paseando por las calles disfrutando del futuro encuentro con la amada, Anna Karenina reencarnada en un juego audiovisual, y así fantaseo en el metro mientras escucho la ópera de David Carlson, veo el trailer en youtube y sueño, sueño con mi topografía cinematográfica. El rostro de Jude Law en el arranque de Closer se fusiona con su mismo rostro transmutado en Alexei Karenin, mi hermano, mi confesor, mi cómplice. El rostro de Keyra Knightley en la sesión psicoanalítica de Un método peligroso se confunde con el rostro de Anna, mi amante, mi verdad, mi espejo. Que Dios nos perdone a todos.
¿Y cómo –sin apenas citar a Tom Stoppard, maestro al que admiro religiosamente y que nos daría para otra entrada-, puedo negarme a atender este violento y explosivo deseo de acceder a esas imágenes, de vivir esas imágenes? Lo sé, espero que todo me defraude, que Anna no sea mi Anna, que venga la razón semiótica aplicada pregonando que literatura y cine son textos no comparables, que no tiene sentido, que... ¡Pero basta, basta ya! Quedan tres días para que Anna Karenina descienda en una estación de tren y yo estaré allí, junto a Vronski, junto a Alexei Karenin, entre ellos, descubriendo una vez más que el relato es una mujer, y la mujer, siempre el mejor relato.
1 comentario:
Hay que tener mucho cuidado con los sentimientos, saber interpretarlos, como si de música se trataran. La de la reciente adaptación de Anna Karenina, sobre el clásico de Tolstoi, a menudo suena demasiado exagerada y vacía. Me quieres, no me quieres. Eso sí, la puesta en escena es grandiosa y original, en particular las escenas de baile, te dejas llevar imaginándote que si uno fuera tan gracilmente liviano... Un saludo!!!
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