You're living for nothing now,
I hope you're keeping some kind of record.
I hope you're keeping some kind of record.
(Leonard Cohen; Famous Blue Raincoat)
A veces me entristece pensar en
la cantidad de basura que se estrena, semana tras semana, convirtiendo las
salas de cine en un hervidero de detritus audiovisual, vertedero de imágenes
para moscas con forma de señoras bien que van con sus bisones, teens destroyers
entre la píldora del día después y el temazo de reagetton en el móvil, parejas inquietantes que nunca se besan durante la proyección. Hacer/Ser cinefilia, siempre lo he dicho, es un acto de soledad y de lejanías, un
malabarismo de tristezas y de ir, como un monje mendigo, de sala en sala,
suplicando una emoción por caridad. Costaleros de la Fila 6 del Santo Socorro.
Por
eso los cinéfilos montamos asociaciones, revistas, saraos, congresos, lo que
sea. Para intentar demostrar de cara a los demás que estamos un poco menos
abandonados, que somos un poco menos frágiles, que nos podemos quebrar en lo
que cambia un plano, en lo que se pronuncia una frase de guión. Pero nos
quebramos en una soledad abrumadora, sin poder llorar sobre el hombro de nadie
los tres minutos en los que Bonello despliega su Nights in white satin en Casa
de tolerancia, o la secuencia en la que Fassbender corre sin rumbo
escuchando las Variaciones Goldberg en Shame.
A
lo largo del mes, haciendo cálculos, me trago más de un setenta por ciento de
lo que se estrena en los circuitos comerciales. Las últimas semanas han sido especialmente
desoladoras, entre azafatos queer sin
gracia haciendo chistes de pollas, Tolstois desactivados que no dejaban espacio
al verdadero y radical significado de sus referentes y postalitas “íntimas” argentinas de nostalgia psicoanalítica
y otras zarandajas. Muchos fotogramas, tantos fotogramas apilados como cajas
mohosas, tanta gente maleducada que habla en voz alta en la sala, tanto olor a
palomita, tanto ruido saliendo por los altavoces, y al final, ay, tanta soledad
como un pozo sin fondo cuando se acaban los créditos.
Cada vez que pienso que Casa de Tolerancia se estrenó en una única sala en Madrid siento ganas de arrancarme los ojos.
La
soledad, en mi definición, es el momento preciso en el que se encienden las luces de la sala y la gente
sale en procesión, hablando de otra cosa, ajustándose los abrigos,
indiferentes, preocupados por si la asistente marroquí que tienen en casa les roba o por si
su hijo llega a casa oliendo a porro. La soledad es la ciudad, que siempre
sigue siendo la misma cuando uno sale del cine con gesto de tormenta, se
enciende un cigarro y atraviesa metódicamente las mismas calles y las mismas
plazas. En silencio. En un silencio sagrado y sepulcral, por mucho que acuda acompañado de propios y extraños, por mucho que ls calles sean otras y uno emita, ya se sabe, ruido por la boca. ¿Cómo habrá podido sobrevivir el trazado urbano, me pregunto, a tantas
proyecciones, tantos años acudiendo religiosamente a las mismas sesiones, los
mismos vagones de metro? ¿Cómo puede la ciudad seguir siendo la misma? Incluso yo, que vivo en tres ciudades, salga de la sala de la que salga, sea la ciudad que sea, siempre me encuentro con los mismos pasos infinitamente recorridos, ese trazado de aceras distantes. Ese es
el verdadero problema que se establece entre cine y ciudad, aunque casi nunca
nos atrevamos a hablar de ello en voz alta. Todas las ciudades son una repetición mecánica de la ciudad, como todas las mujeres son -lo dijo claramente Hitchcock- una repetición mecánica de La Mujer.
Por eso me emocionan las mujeres de Bonello, porque en su mecanismo de repetición, aceptan que su cuerpo no les pertenece, sino que es fantasía, fantasía rota como un juguete roto en manos de un niño roto.
Claro,
a veces la cosa cambia ligeramente y aparece una película que es como un torbellino
o una apisonadora o una certera máquina de taladrar que el cinéfilo apoya con
exquisito cuidado contra su sien. A veces uno queda atravesado, desgarrado por
la película, en tierra de nadie. La última vez que ocurrió, la cinta se llamaba
Searching for Sugar man y tenía forma
de documental, aunque era una canción de pobreza y redención. Desde entonces,
sigo visitando puntualmente las salas de las tres ciudades entre las que vivo,
buscando, escarbando, apilando fotogramas.Pero en todas está siempre la misma película, y en ella casi nunca aparece La Mujer, las mujeres de Bonello, la Kim Novak de Hitchock.
El
cinéfilo es un Sísifo entre mujeres de azúcar, siempre pendiente de un trozo de papel rasgado
con una fila y una butaca. Qué otra cosa puede ser. Un payaso, un ermitaño, un
loco, un signo de interrogación, un hombre. Qué otra cosa cuando la sala de cine es un burdel, y en un segundo, toda película no es sino un cuerpo de mujer. Habría que reflexionar sobre esto. Pero claro, ahí entra el miedo.Y el límite de lo decible.
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