20.2.13

Un esbozo: Crystal Castles - La Riviera - 19 de Febrero

iii

(i)
   La culpa. La conexión es siempre la culpa, o la vergüenza, o el asco.

   Pongamos por caso cualquiera de esos grupos, a grandes rasgos repugnantes, que generan mediadas y controladas comuniones de eso que se ha venido llamando "rock de estadio", o lo que es lo mismo, el gesto de horror puro al escuchar ciertos cds que uno se tragaba compulsivamente entre los 14 y los 23 años. Las masas acuden a la comunión ansiosas de una verdad que nunca está en el cd, ni en el mp3, ni siquiera en el vinilo, y piden algo a cambio. Lo piden todo. Quieren el alma, el sexo, la sonrisa, la confianza y la piedad del artista. Me horrorizan esas instantáneas de adolescentes que lloran histéricas, y pienso en que dentro de unos años serán mujeres y tendran hijos que llorarán histéricas, o lo que es lo mismo, que siempre habrá música de mierda basada en una incomprensible identificación un tanto vergonzosa. Esa canción. Esa canción la han escrito para mí, tía.

    La culpa, la vergüenza o el asco son, a la contra, los conectores que hacen colisionar a los dos artistas que más me han gustado en directo en los últimos años: Matt Elliott y Crystal Castles. Ayer se dieron cita dos grandes sectores de público en La Riviera. Los primeros, los ya típicos imbéciles de la escena indie que bailaban las canciones con los mismos gestos que utilizaban hace diez años coreando a Oscar Mulero en la Fabrik. Materia adiposa que paga sus entradas e intenta fingir que no han pasado los años, cambiando la sudadera Djs Band por la sudadera de cuadros y el piercing en la nariz. Os conocemos como somos conocidos. Untrust them. Luego, en el otro lado del ring, la famélica legión de los cadáveres desquiciados de la culpa, mis hermanos los náufragos, mis íntimos niños del miedo que no sienten únicamente el subidón de temas como Baptism o Plague, sino que intuyen también el vértigo, el pánico y la tragedia que hay esbozada en cada uno de los beats que las componen. Crystal Castles no es un grupo de música electrónica para cocainómanos arrepentidos. Crystal Castles es una lección de sociología contemporánea, y por eso son tan peligrosos.

Alice Glass


(ii)
    La culpa. Por ejemplo, en la extraña pasión que invade toda la parte trasera del escenario y que yo mismo, mientras levanto la mano en el aire y coreo la canción, finjo no mirar. Por ejemplo, en el gesto extrañamente desquiciado de Alice Glass, que siempre está entre el suicidio, la ignominia, la fragilidad y la furia, acertando en el centro preciso de una concepción de la feminidad que me interesa. Quizá la única feminidad que, en el fondo, siempre me ha interesado: la nínfula punk que emerge ardiendo desde más allá de los lugares comunes de la teoría de género para hacer suya la máxima total del siglo XX. No future. Cada vez siento más aburrimiento ante cualquier otra lectura de lo femenino, de hecho, cada vez me aburre más todo lo que no tiene que ver directamente con el agotamiento de nuestras sociedades. Alice Glass, tan amada por su público, perfectísima en su ejecución del número definitivo de las sociedades del espectáculo: yo, artista torturada. Imagino a Alice Glass desperándose en un apartamento luminoso, siendo controladamente feliz, machacándose en el gimnasio. Qué poco me interesa Alice Glass sin Alice Glass, es decir, sin la bestia herida de muerte que se arroja contra el suelo en el tercer tema, ese autómata hermosísimo de la autodestrucción que me miente y me dice: así ardo contra un fuego electrónico, fuego binario, ¿no ves que estoy en llamas?

    El día menos pensado, Alice Glass pierde el control sobre los márgenes del espejo y se mata. En el concierto de ayer, en los fogonazos estroboscópicos, juraría que se proyectaba tras ella la sombra de Ian Curtis. Lo juraría.



(iii)
    Hasta ayer por la noche no entendí la importancia de Not in love, mi tema favorito de la banda. Y no tanto en su versión con la voz de Robert Smith, sino en su versión original incorporada en el (II) con la presencia única de Alice, la niña zombie. La canción es una reescritura de Platinum Blonde (le debo el dato al cantautor Francis White, que no quedó tan impactado por el concierto), y por eso mismo, es una suerte de tejido injertado en lo que sólo puede ser un discurso hermético y asfixiante. Dicho con toda crudeza, Not in love es la única canción genuinamente humana de toda la discografía de Crystal Castles. El resto de temas es, simple y llanamente, un magma impresionante de sonido brutal que lo destruye todo a su paso. ¿De qué coño habla la letra de Insulin, reducida a la nada ante la presencia de su sonido mismo? Ya me lo advirtió Manuel Sánchez al comienzo del show: Olvídate de entender algo. Y sin embargo, entendí. Entendí la letra de Not in love porque la conocía, la había memorizado en lo íntimo y se había convertido en una suerte de evangelio de Napalm. Alice sólo dice lo que hay que decir, y entonces pienso en la adolescente histérica del comienzo de esta entrada y descubro que hay algo espectacular y salvífico incluso en el abismo total de Crystal Castles.

    No son humanos. Son buceadores en esas simas horribles que muestran los documentales, simas llenas de monstruos con forma de pez que ellos han traducido en una colección de temas como esquirlas que los imbéciles confunden con canciones de baile. No se puede bailar de verdad sin romperse los brazos y el cuello, como nunca pudimos bailar el Love will tear us apart de verdad.

    El concierto termina, y ellos se marchan sin decir adiós. Ni una palabra. Ni Buenas Noches, Madrid, ni falta que hace. Se marchan como se debió de marchar Wagner tras la última sesión del Sigfrido. Se marchan y nos dejan huérfanos, apenas con nuestra culpa, con nuestra vergüenza y nuestro asco.

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