26.2.13

Pensando la alta cultura pop (I): La pena mayor

 
Alta cultura
(i)
    La entrada del domingo pasado provocó una considerable polvareda en términos de redes sociales, visitas, retuits y ruido estelar en la blogosfera que siempre es estimulante y digno de agradecimiento. El hecho de que esa entrada conectara especialmente con las preocupaciones de amigos y desconocidos parece señalar que todavía queda mucho trabajo por hacer y que la preocupación por los límites entre alta y baja cultura diseñan una topografía convulsa, fronteriza, una suerte de tren de la bruja social que todavía no estamos seguros de saber transitar.

(ii)
    Cada vez que noto que se me oxida la metodología, entro en un pánico de cercanías. Hace apenas cuatro años pensaba que había encontrado la panacea en el psicoanálisis postlacaniano y en la sociología de Bauman, y que su combinación sazonada de pinceladas de análisis textual formaba un más que sólido aparataje teórico para pensar con cierta precisión el mundo.

    Luego llega la vida, y la vida siempre tiene otros planes. También llega el Otro, y en el Otro uno aprende muchas cosas, porque se establece un juego carnívoro de espejos y miradas, también de compromisos y de esa cosa tan jodida que es el anclaje, la contratransferencia, y por supuesto, la incorporación de todo eso a lo cotidiano, al hacerse un café o mirar por la ventana. En medio de ese magma de pulsiones está la cultura, y para pensar la cultura, primero hay que contar con el caos de lo personal -que es, ya se sabe, lo político pero también el inventario de deseos. Por algún lugar de los textos de Jacques Alain Miller leí que Lacan estaba aterrorizado por la ciencia, y de ahí las interminables reformulaciones de Lo Real. Pero, qué quieren que les diga, yo nunca he creído demasiado en Miller.

    Y se oxida la metodología porque tras Bauman de pronto aparece la sombra de un paisaje reaccionario, o tras los estudios de género basados en la construcción de la masculinidad aparece también un paisaje reaccionario, y la metodología tiene que estar siempre al servicio del Otro, y entonces es necesario consultar, escribir correos, tomar cafés con los antiguos profesores universitarios, encontrar luz. De eso va la cultura. De encontrar luz.

(iii)
    La teoría Afterpop, que no es sino una conclusión más o menos lógica de la evolución cultural postmoderna, hace del uso del sampleo y de la referencia, partiendo de la base de que el discurso científico no es sino un marco, un modelo textual -esto es, incompleto- para pensar el mundo. En el momento en el que la ciencia deja su estatuto de Verdad y se convierte en Marco para el sujeto -formulación estética, podríamos decir-, entonces suben las apuestas y la vida se convierte en algo realmente interesante, porque en ese caos rocanrrolero de la locura cuántica uno puede sentirse definitiva y asombrosamente libre. Lo que el cantautor gaditano Carlos Chaouen denominó, con un arte y un trazo acojonante, La Pena Mayor, no es sino la negación del sujeto a vivir en ese tobogán en el que ocurren cosas artísticamente asombrosas, pero sobre todo, arriesgadas. Dice el Maestro:

"Creo que esa es la pena mayor. La pena mayor no es que la gente no compre un disco o no vaya a un concierto, sino que se pierda su nivel vibratorio de muchas cosas que le podrían dar, no sé, un pequeño regalo para este tiempo que tenemos de estar aquí"

    No sé cuántas horas de música escucho a la semana. Mi tiempo y mi espacio van demasiado rápido. Semanalmente, mi cuerpo recorre unos 2000 kilómetros, escribe unas 10000 palabras, contempla unos 1000 minutos de cine, consume unos 20 cafés con leche, corre unos 30 o 40 kilómetros. Pero la música es el espacio íntimo en el que acontece aquello que Nietzsche bautizó como Lo Monstruoso, el derrumbe de cualquier discurso y el choque frontal con el delirio del Otro. Glenn Gould, por ejemplo. Cada nota que Gould saquea de Bach es una cuchillada porque está llena de riesgo, es una nota en el límite, una nota en la que ocurre algo inesperado, impredecible. No quiero volver al ejemplo de las dos grabaciones de las Variaciones Goldberg, pero una nota del Bach de Glenn Gould es un sonido extremo, definitivo. La vida no puede seguir de la misma manera.

    La fusión alta/baja cultura ha dado pasado a dos categorías nuevas que podríamos definir como cultura del riesgo o cultura sin riesgo. La cultura del riesgo es una cultura física, de estímulos, la cultura en la que puede ocurrir cualquier cosa porque el texto -la canción, la película, el poema- es impredecible y en cualquier momento puede convertirse en otra cosa, más amenazadora, más sublime. El sampling postmoderno implica que el choque de materiales hace que deslizarse en el texto sea impredecible: en cualquier momento puede manifestarse un fotograma de Vertigo, una cita a John Cage, un anuncio de colonias, un condón usado. La cultura del riesgo es excitante porque convierte el texto en un campo de minas al que arrojarse. La cultura del riesgo es como hacer el amor con una persona nueva, indescifrable, sorprendente, frágil. En oposición, la cultura sin riesgo es la aplicación de mecanismos ya establecidos (marcos y huellas estéticas de discurso) a la fabricación más o menos en serie de textos. La canción ya escuchada, la emoción ya sentida, la novela transitada.

    La ciencia nos ha arrojado a un terreno de riesgo puro. Apuesta pascaliana, pero a nivel cósmico, y con las alternativas multiplicadas de pronto por n, cuando n tiende a infinito. Es un marco histórico excitante, pero también pavoroso, y de ahí que la cultura sin riesgo le ofrezca al consumidor medio un placebo, una simulación de calma y sentido. El hecho de que el single de Afalia Soltero, la antigua vocalista del famoso grupo El ojo de Monet, suene igual que sus cincuenta temas anteriores, utilice las mismas palabras, se construya en torno a sus mismos acordes, parece generar un marco de repetición que remite a la ciencia del XIX, el órden lógico, el espejismo cíclico, o en límite, la compulsión de repetición de Freud. Incluso cuando Afalia Soltero muera, habrá una Afalia Soltero Reloaded que evitará que sus fans asuman aquello que asoma por todas las costuras de la cultura en riesgo: la presencia demoledora del tiempo que corre. Los cincuenta minutos que has invertido escuchando el disco de El ojo de Monet no volverán nunca. O si se prefiere, la luz en la que se ha ceñido el tiempo y el espacio que habitabas mientras escuchabas el disco de El ojo de Monet se ha perdido.

    El consumidor de cultura sin riesgo piensa que su tiempo estará siempre a su merced, en esa espiral repetitiva, y por lo tanto, se negará a asumir que en los límites ocurren siempre las cosas más excitantes. El estado de la cultura es un estado más allá del impulso del placer. La Pena Mayor, queda dicho. De hecho, yo no hubiera encontrado una mejor manera de decirlo en la vida.

Alta cultura

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