El mendigo de chocolate sale al caer la noche y escarba con minuciosa precisión en el cubo de basura de mis vecinas, alimentándose de mondas rancias, tampones usados y trozos duros del pan rancio de los que todavía tienen pan sobre la mesa. El mendigo de chocolate, el mendigo chocolatado, pasea por los márgenes de la ciudad derritiéndose al sol de la estupidez política, mira de reojo los bolsos de Loewe que anuncian en la tele, fuma colillas de negro duro que le asfixian dulcemente pero no le matan. El mendigo de chocolate no llora de madrugada, pero si llorara, sus lágrimas serían densos y espumosos rastros de negra y amarga textura color diarrea. Crisis económica, placer adulto.
Fassbinder, por ejemplo.
El totalitarismo empieza -de eso habla, después de todo, Desesperación- en el momento en el que la crisis estalla como una bola de fuego que arrasa las calles. El increíble hombre menguante se convierte en Super Hombre por obra y gracia de una camisa parda recién planchada y sale a tomar las calles con la alegre chavalada enarbolando la maza misma del pánico. Las víctimas son siempre las mismas, y su gesto de sorpresa es siempre el mismo cuando le destrozan el cráneo con una barra de hierro. Antes de la hora de la desesperación siempre está la hora de los imbéciles, de las promesas incumplidas, de la cola del INEM. Cuando un hombre dice que está de vuelta de la política, ten cuidado no vaya a tener una esvástica tatuada en el fondo de los ojos.
Dick Bogarde le prestó durante sus últimos años su rostro a esa Europa estúpida que pensaba que podría salir viva de la catástrofe de la República de Weimar. Y no digo nazismo, digo República de Weimar. La historia había cerrado sus puertas cuando el mono del organillero comenzó a masturbarse alegremente sobre el Tratado de Versalles. La catástrofe de Auschwitz tiene -lo diré hasta quedarme sin voz- un orígen económico que nos costó la cordura y el concepto de Occidente. El rostro de Dick Bogarde paseándose por su particular trilogía del caos -completada en El crepúsculo de los dioses y en Portero de noche- es el rostro del empresario tontiloco que se hace el muerto mientras las camisas pardas se sientan en los cafés a tomar el sol y silbar a las muchachas. Es el mono del organillero reconvertido en tipo que pasaba por aquí y que no quería, fue como un descuido, lo siento, me he equivocado, no volverá a pasar.
Pero volverá a pasar. Claro que volverá a pasar. Los chicos del club de fans de Auschwitz están esperando con los ojos bien abiertos a que el sistema económico se colapse para ofertar su maravilloso paquete de viajes para grandes y pequeños, niños y niñas. Intentar defender lo contrario es ser profundamente imbécil. Lo contrario es no querer comerse el chocolate amargo servido por Le Pen, un chocolate que excitaba a Fassbinder y que supo cristalizar por la vía de un Nabokov turbio que hablaba de asesinatos y de dobles. Chocolate con trozos de niño para ser comido entre lágrimas por el Saturno totalitarista por la vía del gulag o de la cámara de gas, probablemente, el chocolate más caro del mundo.
Ver Desesperación es llenarse los ojos de chocolate espolvoreado de cenizas, y por eso es quizá una de las mejores películas del alemán. Su colección de mendigos, travestis, rubias chochonas que querían ser cabareteras pero se quedaron por el camino convertidas en títeres rotos es una pobre excusa al lado del enema de chocolate, enema económico del que ya empezamos a saber en nuestra pequeña parcela de miedo. Afuera, no lo olviden, el mendigo de chocolate está relamiéndose sus labios: en el aire todo está saturado de olor a pogromo, a tráquea desgarrada, a formol histórico.
Fassbinder, herido de Europa, contemplando una montaña de cadáveres desnudos y sexuados, sabe pronunciar una frase estrella: es el chocolate que más me pone.
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