26.12.11

FASSBINDER #03: La ruleta china


  La experiencia de "La ruleta china" tiene sabor a un cierto cine moderno, basculación y puente entre lo exquisito y la crueldad. El cine moderno -o una parte de él- está siempre velando el cadáver de la burguesía, matándola para resucitarla de nuevo, llorando por su desaparición y celebrándola. La esquizofrenia entre nostálgica y demoledora atraviesa por igual a Antonioni o a Pasolini, las Fresas salvajes o los Weekends. Al padre se le mata mejor con una visa oro en la mano derecha y un tratado marxista-existencialista en la mano izquierda. Hace años hubiera llamado a Fassbinder farsante y hubiera arrojado su película por la ventana con un gesto de repulsa. Hoy, supongo que me estoy haciendo viejo, reconozco que La ruleta china me interesa, me atraviesa, me sugiere otros caminos.

    La hipótesis es fácil de trazar, al menos en principio: el encierro no le sienta bien a los burgueses. El burgués es feliz en su empresita, consultando su correo electrónico en la Blackberry, proclamándose de izquierdas o de derechas, fardando de Ipad. Ahora bien, el burgués se aburre profundamente de puertas para adentro, y al final acaba sacándose siempre amantes con los que jugar a Las Amistades Peligrosas o a las Escenas de un matrimonio bergmanianas.

     El burgués, sin embargo, no es especialmente malo. Mediocre, quizá. Un tanto estúpido. El burgués se queda encerrado con otros burgueses y protagonizan un A puerta cerrada, o un Ángel exterminador, y entonces se tuercen un pelín las cosas. El encierro del burgués en su casa palaciega acaba siempre convirtiéndose en otra cosa, y de ahí, sale la tristeza de clase, que es una categoría con la que Marx no jugó demasiado. La tristeza de clase desemboca -y esto parece irremediable- en la banalidad del mal, y posteriormente, en la maldad en estado puro. Esa es la tragedia del ángel sexual y entristecido de Teorema, y al contrario, la tragedia que atraviesa todo La ruleta rusa.

    La segunda hipótesis también es fácil de trazar. Una niña tullida quiere destrozar a sus padres. Vengarse de ellos. Utilizar el poder que ellos mismos han depositado en sus manos para que se conozcan, a través de un espejo, como son conocidos. La niña malcriada a la que nunca le faltó nada, la niña estúpida que Fassbinder muestra cojita y hermosa, y que el siglo XXI ha actualizado vomitando la comida pulcramente metiéndose los dedos en el baño del instituto, jo qué fuerte tía, todo hidratos de carbono. La niña malvada de Fassbinder invoca el III Reich, la niña malvada de la postmodernidad invoca la estupidez como modo de vida. Superfuerte, o sea Auschwitz, te lo juro. Niña hermosa en su enfermedad, niña cojitranca paseándose por una teodicea implacable.

    Entre todo aquello, destaca Anna Karina -que quizá sea la mujer más hermosa de la modernidad, o casi-, que es el ángel de la belleza total, ángel estúpido y redimido de sí mismo que apenas interesa a la niña mala. Anna Karina se desdibuja, utiliza un rostro que ya conocemos de otros fotogramas, convertida ahora en un títere roto, en un resorte en una puesta en escena voluntariosamente teatral, forzada. Fassbinder mueve la cámara en un escenario total, y en el medio, figuras crueles que afilan sus cuchillos.

    Ahora bien, dicho lo cual, incorporo finalmente otras hipótesis. Primera: yo mismo, en tanto burgués, disfruto sádicamente con el espectáculo de la desintegración de mi clase social. Soy feliz consultando mis correos y estoy íntimamente conectado con el Vizconde de Valmont - Y de qué sirve el juego sin el ardor de la caza, sin el sudor frío del miedo (...) ejercitar mis mejores acciones tan sólo hará de mí un imbécil. Segunda, y citando al propio Fassbinder, la felicidad no tiene por qué ser alegre. El juego burgués de la autodestrucción neurótica es sagrado y brilla en la pantalla con una fuerza absoluta. Nos lo debemos. Es nuestro homenaje de clase, y nos hace eternos. Ya que no seremos ni santos, ni mártires, ni héroes proletarios, al menos disfrutemos del murmullo exquisito de nuestro laberinto. No nos equivoquemos: de ahí, mi tesis sobre Bergman. De ahí, Vizconde de Valmont.

     Tres. La filosofía burguesa tiene dos grandes ramas: el simulacro y la filosofía del tocador. El simulacro se pretende de izquierdas y es políticamente correcto (Foucault, Sartre, Bauman, Zizek, Baudrillard...). Intento practicarlo, pero caigo siempre en la filosofía del tocador. Ahí sólo queda Sade. Un Sade entristecido como un payaso arrasado por el tiempo y por el deseo. Un Sade que lo dijo antes que Fassbinder, y al que merece la pena conjurar como cierre.
No, no, tanto la virtud como el vicio se confunden en la tumba. Al cabo de algunos años, ¿exalta el público más a unos de lo que condena a otros? ¡No, una vez más, no, y no!

1 comentario:

Alba Steiner dijo...

¡Excelente análisis!