Y llevaban razón. Los hijos, los padres, los amantes de otros tiempos se fusionaban con el eco de las galerías y tenían todos el mismo rostro, un rostro de papá noel envejecido antes de tiempo, de cadáver de mazapán o de jengibre. Al caer la noche -siempre caía demasiado temprano o demasiado tarde- hacíamos cola frente al televisor y daban It´s a wonderful life, y joder, tenías que haber visto cómo llorábamos siempre al final cuando la niña decía aquello de Look Daddy! Teacher says, every time a bell rings, an angel gets his wings! y entonces nos arrojábamos a la pista de baile sin importar gran cosa el futuro, y éramos todos un ejército de náufragos, de zombies, de drogadictos, de psicóticos, un ejército de niños perdidos en la tormenta, brindando por el final de la humanidad, mientras Laura Lee volvía a alzar la voz con el maldito Auld Lang Syne y uno de los ancianos se ponía a contar entre carcajadas que una vez había conocido a una mujer llamada Norma Jean que viajaba en el GreyHound con una maleta desconchada y juraba que nos enamoraría a todos, y Laura Lee se marchaba a la parte de atrás con algún otro tipo mientras yo me seguía sirviendo el mismo ron de la misma botella y me sentía nostálgico y estúpido, aunque importaba razonablemente poco, porque Andrei -el viejo exiliado ruso- encendía su árbol seco mirando a las estrellas, y después nos abrazaba con un gesto sincero, un abrazo estepario, un abrazo que era como un hachazo de Raskolnikov, quizá me guiñaba el ojo y me decía: "Casi lo conseguimos... ¿eh, Aarón?".
Nunca supe a qué se refería.
De las Navidades que pasé en el Hotel Kid de Los Ángeles guardo una cicatriz, una mancha amarillenta en el pulmón derecho que decora todas mis radiografías, una foto firmada de una aspirante a actriz que se quedó por el camino y el reloj de cuerda que le robé a un republicano que bebió demasiado y se quedó dormido bajo el piano de cola. Tenía otros fetiches, pero los he perdido. Tenía una copia del Frank Wild Years que le presté a Nomeacuerdo semanas antes de salir de la ciudad, y un álbum de fotografías que me dejé olvidado en una estación de tren, y un anillo que me robó una tipa que escribía poemas malos, muy malos. A veces recuerdo a los ángeles perdidos se desgarraban las alas al desplomarse de las azoteas, los duendes enganchados al vino que se abrían la cabeza en los callejones, los dioses hindús que vendían su cuerpo adolescente a los pederastas en los servicios del Rialto, los camellos, los jipis, aquel pensamiento que a veces me sorprendía -¿pero todo el puto mundo está solo en esta maldita ciudad?-, el loco que gritaba que se acababa el mundo, el portafolios de cuero, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ay, el pecado del mundo.
Pero pese a todo, fuimos felices. Razonablemente. Después de todos, estábamos vivos celebrando el nacimiento de un Dios silencioso, oteando el horizonte, ya lo sabes, On Old long syne my Jo, in Old long syne, That thou canst never once reflect, on Old long syne.
2 comentarios:
wao! vaya imagen de Los Angeles...
la decadencia total, contrasta con el puritanismo de Washington...
Feliz navidad
Otilia
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