15.11.11

HOTEL KID: Recuerdo de Jenna Lee Oswald


   Los desconocidos llegaban de manera extraña al Hotel Kid. Yo andaba por aquel entonces casi drogado con 1984, de Orwell, y me llevaba la novela como si fuera una especie de amuleto a todas partes: al desayuno gélido de las mañanas de Noviembre, a la sala de TV llena de sillones viejos infectados de ácaros casi tan grandes como los ancianos malolientes y olvidadizos que miraban la pantalla con ojos vacíos, a la hora final del gin tonic cuando me escapaba con Julius para cerrar la noche hablando de mujeres y jugar a las cartas. Los desconocidos llegaban y llegaban y pasaban dejando fragmentos de su sombra en las escaleras enmoquetadas, en los cuadros medio rotos y manchados, contando extrañas historias, pidiéndo un par de dólares, ofreciendo sus petacas.

    Aquel noviembre antiguo, un noviembre implacable incluso para Los Ángeles, llegaron al hotel Jenna Lee Oswald y un político republicano del que no recuerdo el nombre. La primera era una mezcla entre una comunista punk algo leída y una pin-up que encerrara un gesto histérico. El segundo tuvo la feliz idea de hacer campaña entre nuestra pequeña comunidad de inmigrantes, tarados, drogadictos, cinéfilos, enfermos de sífilis, tuberculosos, descendientes de esclavos, extras de tercera. Creo que andé un poco enamoradiscado de Jenna Lee, de la manera en la que se pintaba las uñas de los pies en mitad del recibidor sobre la mesa de Julius, fumando un tabaco negro malísimo y persiguiéndome con un ejemplar en italiano de Gramsci:

- A tí te falta ideología, Aarón... te sobra cine y te falta ideología...
- Y a tí te falta burdel, Jenna Lee... te sobran proletarios y te falta burdel.

    Tenía nombre de actriz porno, pero los cuellos mao que paseaba por las escaleras de emergencia no daban tregua a mis pequeñas lubricidades de escritor. Algunas veces se colaba en mi habitación cuando estaba aporreando la máquina de escribir y se tumbaba en mi cama sin hacer, contándome historias extrañas sobre su obsesión por la astrología, sobre extraños planetas aún por descubrir que escondían horribles y poderosos secretos que liberarían al proletariado universal. A veces me besaba en la mejilla, como una hermana casta, y se ponía a llorar susurrándome que su destino era concebir a grandes hombres, hombres de hierro para una revolución total y cósmica, parias enteros de todas las galaxias unidos en su útero cálido, maternal, comprometido, poderoso. Por los esquinazos del hotel se rumoreaba que Jenna Lee le metía al speedball, pero yo nunca pude ver sus brazos por debajo de la camisa revolucionaria.

    Mientras Laura Lee envenenaba mis sueños con sus Gitanes y su verborrea, el político también se paseaba por los pasillos haciendo campaña. Estrechaba manos, besaba a las mujeres, se sentaba a hablar de los good old days con los ácaros del salón de la TV, masticaba lentamente las pastas secas de las abuelas y se le hacían una bola (ideológica) por debajo de la camisa.

     Una tarde, me asomé a la habitación de Laura Lee para pasarle unas páginas que había escrito, en un inglés macarrónico, sobre el Chaplin comunista. Comenzaban diciendo -todavía lo recuerdo- "Beyond the horizon of the Big Brother, Chaplin´s cinema is the only solution". Su cabeza de niña punk o similar estaba alegremente enroscada entre las piernas del político, sus ojos llenos de rabia o de deseo, su boca llena de deseo o de rabia, la habitación enquistada de hedores incomunicables, sudores antiquísimos, puro rancio, grasas y pelos y suspiros y dimequetegustadimequetegusta. Se derrumbó mi militancia interior, como se derrumbaría unos segundos después el orondo e inmenso político sobre la buena comunista, a la que encontré hace cosa de unos meses aferrada a una cartera de ayudante del Senado y perfectamente maquillada, hablando sobre nosequé demonios de los bonos basura y los problemas de la sanidad. La boca que hoy jura lealtad a la serpiente, ayer tuvo a la serpiente presa y un poco antes, juró que la serpiente descendería -como una criatura de Lovecraft- del espacio exterior para salvarnos a todos.

    A la mañana siguiente se marcharon del hotel sin hacer ruido. Nadie entendió nada. Mientras bebíamos ginebra, Julius me confesó esa misma noche que los cabrones ni siquiera habían pagado su cuenta.

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