Cine francés y mudo. O casi mudo. Cine que habla sobre el acto mismo de no hablar, con lo que la cosa está entre Chaplin y Cantando bajo la lluvia, al menos en un único, primer e incompleto nivel del texto. Luego es importante sumergirse en lo que ocurre, en lo que se proyecta, y resulta que a lo mejor The artist es una reinterpretación de lo mejor de Hitchcock, utilizando un código similar pero en sordina, un saqueo humilde pero efectivo de la trayectoria del inglés. Dicho con otras palabras: ¿Cómo se convierte una cinta muda en un híbrido que avanza hacia Rebecca, desemboca en Vértigo -impresionante cita literal de la partitura de Bernard Herrmann en los minutos finales-, se desploma en Fred Astaire y remonta el vuelo hacia el futuro? ¿Qué se puede decir en una película en la que casi nada se dice, salvo la importancia misma del diálogo entre el sonido y el plano, la sutura, la conexión, el universo despótico lleno de ruidos, y por lo mismo, de una cierta incomodidad?
The artist es más, en todos los sentidos, que un simple homenaje apasionado al cine. No es Cinema Paradiso -que, por lo demás, tiene una factura más bien modesta, por mucho que nos arranque unos lagrimones como puños con cada nueva proyección. Tiene toda la lógica del mejor cine, ese que venimos trabajando al hilo de Melancolía y Un método peligroso: el cine que arranca como una historia de amor y termina siendo un cuento gótico de fantasmas. El fantasma gótico y enamorado que se pasea por los caserones deshabitados del fín del mundo. El placer del análisis desnudo, del cuerpo desnudo que se atraviesa en el análisis ya convertido en fantasma. Todo eso, masticado y vomitado en una resaca de cinefilia pura, reaparece en The artist para sugerir una visión inexplicablemente terrorífica de las relaciones de poder en la pareja, el amor como manipulación, el orgullo, la rendición, la destrucción del uno en el altar del otro y, finalmente, cuando regresa la palabra, la unión total de ambos cuerpos en el deslumbramiento del simulacro.
Tremendísima Bérenice Bejo, demoledora en sus 35 primaveras. Deslumbrante en cada pequeño detalle de su interpretación total. Tremendísima, demoledora, deslumbrante. ¿Se puede hablar, con justicia de un final feliz? ¿O sería más justo hablar: un final falseado, un final salvado por el simulacro, un final tan amargo e incómodo como el de El apartamento de Billy Wilder? ¿Acaso no sabemos que el verdadero final es otro, el que no tiene un clímax narrativo, el que termina justo en el momento en el que se agota el crescendo de la partitura de Herrmann? O, con mayor exactitud: el único final que se puede creer es el que el propio protagonista anticipa en su cinta bastarda y fallida, ese ser comido por unas arenas movedizas escupiendo la verdad crudísima de un cierto deseo: Nunca te he amado. Déjame morir en paz.
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