21.10.11

Elegía

 
Hoy no es un día de fiesta para España. No desplegaré ninguna bandera en el balcón, ni palmearé ninguna espalda. Hoy guardaré el silencio reverencial de la paz perpetua y el cansancio. No habrá guirnaldas, ni himnos, sino las manos llenas de ceniza y el corazón podrido de coleccionar nombres, recuerdos perdidos, océanos de pánico, funambulistas enamorados arrojándose en decenas de detonaciones, explosiones, insultos, muescas/muecas de odio.

    Mi tierra, esta tierra que mis pies pisan y que guardó mis amores y mis pequeñas luchas, luchas que no tienen ningún cadáver ni ningún cuerpo amputado, luchas ingenuas adolescentes de pasada la transición, luchas de aquel verano hace una eternidad y un día cuando los chicos del pueblo pillamos las motos gripadas y -sin casco y sin carnet- nos marchamos en silencio al pequeño ayuntamiento para pedir la liberación de Miguel Ángel Blanco. Desde entonces -y hoy más que nunca- he estado con las víctimas. Mis víctimas, las víctimas de este pequeño trozo de tierra ensangrentado y dividido, tierra de aullidos y de madres de luto, tierra de zarabandas y de a-que-no-hay-huevos. Hay otras mejores, pero esta es la mía, y le debo mis manos y mis besos, que si no han sido muchos, han sido casi siempre justos. Tierra de vientre abierto y parto victimario, tierra de cadáveres incrédulos que miran al cielo.

    Diréis que soy "de la caverna", pero hoy no me siento alegre. No tengo fuerzas para descorchar ninguna botella, ni para tomar ninguna calle. Quiero quedarme en mi habitación, escuchando el latir inmemorial y el zumbido de las conversaciones, recordar a los amigos que quedan tan lejos, amigos que me acompañaron siempre junto a las víctimas, amigos odiados, españolazos, un día te partimos la cara que la llevas muy alta, a ver qué vas diciendo españolazo, un día se te van a quitar las ganas de escribir contra nosotros, que somos el Pueblo. Ay, que miedo el Pueblo. Ay, que miedo el olor a pólvora y las detonaciones que llegué a escuchar desde la ventana de mi casa mientras mi madre planchaba en la habitación de al lado y en la primavera otros besos ya sabrían para siempre a sangre. Sangre y pólvora, tópico romántico.

    Los chicos del pueblo -con minúscula- no éramos valientes, ni sabíamos nada de política. Sabíamos que la vida estaba empezando, que las mujeres eran siempre una lejanía intraducible, que apenas dormíamos por las noches de amor y de derrota. Pero éramos justos. Lo suficiente como para comprender que ni el País Vasco era el enemigo ni el sustento de la revolución, como decía el Ché, tenía que cimentarse sobre la sangre. Claro que todavía era pronto y todavía esperábamos algo de las instituciones, de las ideologías, de los políticos. Ha llovido mierda y cal y pólvora sobre nuestras azoteas, pero hoy ese mismo sentido de la justicia me hace posicionarme aquí para recordar que no puede haber olvido ni perdón, ni buenas intenciones. Estamos cansados de muerte. Nos hemos tatuado los nombres de las víctimas en esa esquina del alma a la que no accede ni el Mercado, ni la Filosofía, ni la Conformidad.

   Diréis que soy "de la caverna", pero yo sólo noto este invierno brutal que ha caído de la nada y se me mete en los huesos recordándome que todavía soy un hombre y que, por lo tanto, no puedo olvidar a las víctimas. No voy a hacerme el gracioso en Twitter. No tengo ningún chiste brillante de 140 caracteres. No creo que nadie haya ganado nada. Como decía De Laclos: "Ya no me quedan ilusiones. Las perdí en el curso de mis viajes. Ahora sólo quiero volver a casa".

    Pero mi casa está arrasada y llena de cadáveres. Mi casa está llena de invierno y de miedo.

    Adelante, celebrad la gran fiesta de la democracia. Pero no contéis conmigo. Estaré fuera, fumándome un cigarrillo lento, amargo y compartido con todos los hombres buenos -y justos- que tuvieron menos suerte. Al final, esa ha sido la gran lección del terrorismo: hemos tenido suerte. La suerte suficiente para contener hoy un sollozo y negarse a celebrar ninguna victoria.

1 comentario:

Ethos dijo...

Eres muy duro con todo, pero sobre todo contigo.
Creo que yo estaría celebrando dentro la fiesta de la democracia, como primera reacción ante la liberación de esa enorme losa de barbarie imbécil que era E.T.A., y que daba la impresión de no acabar nunca. Y luego te vería afuera fumando, y saldría, y te preguntaría qué te pasa, y cuando me lo contaras me quedaría contigo, al abrigo del viento, pensando y en silencio.