23.10.11

WINDING REFN #04: "Pusher II: Con las manos ensangrentadas"


  La trilogía Pusher es un ejercicio de troquelado intelectual. Y también un salto incompleto a-la-Kierkegaard de la estética a la ética, de lo lúdico a lo íntimo, de la mostración a la seducción. La segunda parte es, contra todo pronóstico, la más interesante y compleja del pack, un puente entre los primeros desvaríos tarantinianos y la tremenda epifanía religiosa y artística de sus últimas propuestas.

   ¿Por qué Winding Refn decide recuperar a Tonny (Mads Mikkelsen), el yonqui estúpido y amable de la primera entrega, un yonqui-niño, un yonqui-ello freudiano en el que se notan las resonancias del Spud de Trainspotting? Porque nadie como él podría introducir el postulado ético en el universo del jaco, la mezcla entre Jaspers y el chutódromo, lo que en otro lado he llamado la "crítica de la razón yonqui". Pusher II está suspendida entre la imposibilidad de la autodestrucción y la imposibilidad de acercarse al Otro, un tema mayor de nuestro tiempo también dibujado por el mejor Gus van Sant o el mejor Wim Wenders. De un lado se encuentra el Otro, el Otro inocente cuya vida se aparece como una inmensa búsqueda de sentido. De mi lado, en contraposición, el cuelgue, el gramo de speed, el sexo fláccido, las deudas existenciales y económicas. El cine de Winding Refn es un cine de la deuda, un cine de la caída libre y del error irremediable.

   A partir de ahí, lo que el director propone es una traducción del universo yonqui al farragoso pantano de la tragedia griega. Es decir, un Coppola de camellos, putas y coches robados. Un Padrino protagonizado por Fredo, el hermano tonto, el yonqui tonto, el yonqui roto, el tonto y roto juguete de la buena y vieja Copenhague. Ni siquiera nos queda la fascinación de ver a un Al Pacino midiéndose contra el histrionismo de su compleja herida en busca del padre muerto. En Pusher II, el Otro -el niño recién nacido- importa más que el sistema de tránsito pulsional, se despega, obliga a mirar hacia un futuro no cíclico. El Otro salva del eterno retorno, porque se impone con su absoluta necesidad simbólica: dame un nombre, dame una identidad, dame un espacio para construírme. Donde Coppola se piensa casi lacaniano -el hijo quiere ser más allá del padre y tomar parte de una Ley, pero fracasa por un extraño deseo-, Winding Refn se impone extrañamente freudiano, esto es, humanista. O humano a secas.

     Por lo demás, Pusher II no puede pensarse más allá de las herramientas psicoanalíticas o de las herramientas éticas. Es un basurero textual, una masa amorfa de referencias estimulantes que entrecruzan el porno con Sófocles, el cine negro norteamericano de los setenta con el drama carcelario, el speedball con el hash. Incluso, puestos a llegar al final de la cuestión, parece un nuevo Cronenberg antes de que existiera el nuevo Cronenberg, pero sin esa pátina de autosatisfacción que parece empañar ligeramente Una historia de violencia o Promesas del Este. Por el contrario, yo me atrevería a sugerir que Pusher II probablemente le resultó a Winding Refn extremadamente difícil de rodar. Todo ese escombrero de referencias textuales que el director maneja con extremo cuidado no esconden su máscara, y bajo ella, una mueca de asfixia europea.

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