Las intuiciones y los espíritus que atraviesan las épocas son extremadamente caprichosos en ocasiones. De igual manera que la segunda parte del siglo XX volvió una y otra vez sobre el retorno de lo reprimido y las deudas simbólicas impagadas -la madre de Norman Bates, los intentos desquiciados de resucitar una y otra vez Mayo del 68, la iconografía del Ché o las obras completas de Stephen King-, cada año tengo más claro que el siglo XXI será el siglo de la venganza.
La venganza es, quizá, el tema postmoderno por antonomasia. Desde Kill Bill a Machete, pasando por los mejores slasher de la primera década, las series de televisión -Juego de Tronos y su inevitable Un Lannister siempre paga sus deudas-, la recuperación de la memoria histórica como arma política, la justificación de la víctima, el 15M y su contra-reacción en forma de JMJ, lo que parece vertebrar el zeitgeist del siglo es, queda dicho, el ajuste de cuentas. Desde Bildu a Symphaty for Lady Vengance, la venganza lo satura todo y en todas partes.
Esto no puede quedar así. La venganza como arma política y como función generadora de espectáculos -Mou se venga, en Gran Hermano se vengan, el exnovio de nosequién se venga- es crujiente precisamente porque vivimos en una sociedad que se ha empeñado en repetirnos una y otra vez que nos lo merecíamos todo, que podíamos tenerlo todo, que todo se soluciona mediante el mantra L´Oreal "Porque yo lo valgo". Una cani del extrarradio con un tribal tatuado en el lomo y unos pendientes de aro no entiende por qué no puede tener una casa estupenda con cuatro habitaciones. Un tipo con dos carreras y dos doctorados no entiende por qué no encuentra trabajo. Una marichacha encerrada en su salón viendo la novela no entiende por qué esa no es la vida que le habían prometido. "Porque yo lo valgo" es el primer paso para acabar pidiendo venganza.
Y de ahí, a la empatía. Una empatía controlada, claro, que es a lo que juega I saw the devil o Kill Bill. Ambas cintas susurran en voz baja lo que muy pocos se atreven a afirmar: alguien debería matarles. Alguien debería tener valor para sumergirse en sangre y emerger roto, pero justamente vengado. Alguien debería comprender, definitivamente, que ciertas personas no tendrían que estar vivas, y mucho menos, ser banqueros, cuidadores de niños, profesores, políticos, líderes religiosos. Gente como Nannysex, como el Rafita, el violador de Pirámides, esos hombres de negocios que van a Thailandia a lo que tú y yo sabemos... ¿qué hacemos con ellos? ¿Les encerramos y pagamos su olvido y su manutención? ¿Les deslizamos una jugosa píldora para que mueran de manera digna, al contrario que sus víctimas? ¿Convertimos su ejecución en un atrevido espectáculo emitido por Tele 5? ¿O, mejor todavía, les matamos en silencio en los sótanos cualquiera de una pequeña ciudad, lejos de miradas morbosas que no entiendan la sutileza y la belleza de la justicia en su forma más pura?
Kim Ji-Woon ha rodado la que de lejos es su mejor película -lo que no es mucho decir-preguntándose éstas y algunas otras cosas importantes. I saw the devil funciona como espectáculo pero fracasa en su fondo reflexivo. La fórmula: "Qué malo es convertirse en un monstruo para cazar a otro monstruo" está infinitamente superada en Tarantino -que, aquí al menos, ha sido uno de los tipos más honestos del panorama- y no alecciona ya a casi nadie. Lo que uno espera ver en esta cinta es, más o menos, lo mismo que el asesino: los hígados, las entrañas, el gesto de dolor, la carne mutilada. Ji-Woon quiere ir de moralista, pero mostrando la casquería, y así no se puede. O te pones cachondo al lado del asesino, o te pones cachondo al lado del vengador, pero la cosa no puede ir de partida de ping-pong esquizofrénica salvo que el director tenga una mano de hierro y unas nociones sólidas de construcción de personajes. Que no es el caso, claro.
¿Quién es el diablo? Ji-Woon no lo explica, y por eso miente. El diablo somos todos, oh yeah, noticias frescas y pólvora sorda de rebajas en todos los mentideros del Gran Lugar Común. El diablo somos todos, pero algunos más que otros, y ciertos diablos -un coreano tendría que saberlo y, lo que es más importante, decirlo- son más cabrones y más implacables que otros. Ji-Woon no dice que vengarse es humano, que odiar es humano, que volverse loco y sádico al descubrir que que han matado a tu novia embarazada no es democrático pero, en fin, algo de humano tiene. Ji-Woon miente, porque el verdadero final de I saw the devil debería ser el buen policía torturando y matando implacablemente a la familia del malo malísimo. Esa es la última escena, la que el director no ha rodado porque no tenía huevos, la que hubiera convertido a la cinta en verdadera.
Pero por otra parte, los márgenes de la legalidad siempre producen monstruos. No se preocupen, en algún lugar he oído algo sobre una reforma de la Constitución que seguro que convertirá nuestra vida en un lugar más habitable. Un segundo... ¿y si los monstruos hubieran creado el auténtico contexto legal?
1 comentario:
"En el sacrificio comienza la venganza", suelen decir los psicoanalistas del Grupo Cero.
Si este siglo va a ser vengativo, habría que preguntarse qué es lo que sacrificamos en el anterior para que ahora tengamos tanta sed de venganza...
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