...habrá pasado casi un lustro, quizá cuatro años, pero la conocí en el 2007 tras el otoño de las grandes lluvias, cuando Los Ángeles era un desfase de smog y las aspirantes a actrices que se pasean por la puerta del Rialto comienzan a enseñar menos escote y a ponerse manga larga. La chica que nunca escuchaba a Dylan andaba todavía sobria recitando versos de Oscar Wilde a los gatos tristes, a las calles cortadas y a los borrachos que se dejaban caer por los bulevares. Yo todavía no lo sabía, pero quizá si hubiera mirado el mundo con más atención me hubiera dado cuenta de que apenas era una niña, una niña que había venido -decía Gil de Biedma- a llevarse el mundo por delante.
Creo que nos hicimos distantemente cómplices, aunque no demasiado. Apenas coincidíamos en la recepción del Hotel en alguna mala resaca para pasarnos unos alkaseltszers de bajada suave y tacto de cemento. Ella se había mudado a LA porque -como tantas otras adolescentes tardías de su generación- había perdido el tren de la contracultura y quería convertirse en vegana de renombre, salvar a los osos panda, cantar canciones en mi mayor y otros pequeños vicios que duran menos que el amor en una peli porno. Entonces, teniendo en cuenta que nunca supe hacer bien ciertos cálculos ni usar gomina, cometí el Gran-Error.
Con algunas mujeres, el Gran-Error es irse a la cama. Con otras, es pagarle unas fantas calientes en bares de mala muerte y peor salida de emergencia. Con la chica que nunca escuchaba a Dylan, mi gran error fue pensar que realmente alguna vez despertaría a medianoche en mi pequeña habitación del Hotel Kid y la encontraría con un cigarro a medio consumir tarareando I want you y leyendo algo de Ginsberg. Pensar que poco a poco descubriría -en el 2007 ella frisaba los 17 palos, así que todavía podía descubrirlo todo- el Are you experienced?, el Ok Computer, el cine de Bresson o la Teoría Afterpop. Jugar a ser Pigmalión, ya se sabe, troquelar con la precisión de un cirujano exquisito todo el excedente cultureta y gozoso del XX. El Gran-error fue pensar que el futuro le pertenecía, que sabría no equivocarse, no hacerse mayor, no acabar corriendo los domingos por la mañana junto al entrenador personal en gimnasios con luces indirectas. Pensar que los sesenta seguían aquí, en la era de la comunicación 360, las lágrimas de Lehman Brothers y la musiquilla mojabragas de Justin Bieber.
Pensar, en fin, que si le regalaba el Nashville skyline no me miraría como si fuera un extraterrestre. Pero ya lo dijo Manuel Torreiglesias: "¡Claro que sí, campeón!".
Por lo demás, pasó el tiempo como pasa casi siempre. Hace una semana acompañé a Julius -el conserje de color de nuestro hotel- al depósito para retirar el viejo Oldsmobile del 55 que había dejado tirado de cualquier manera en la hora de los oficinistas, y me topé de cara con la chica que nunca escuchaba a Dylan. Me contó lo que ya sabía, lo que no quería saber y lo que cualquier tipo más listo que yo se hubiera imaginado: que ganaba un pastón como representante de una importante marca de papel higiénico, que el MBA había sido lo mejor que le había pasado en la vida, rollo-conoces-mazo-de-gente-networking-y-tal, que no pensaba tener hijos en los próximos cuatro siglos porque su trabajo era lo más importante y que había aprovechado un viaje relámpago a Miami para ver en directo a Ana Torroja, que siempre le había gustado mucho.
Me marché casi sin hacer ruido. Seguía estando buena, claro, pero había perdido la posibilidad de ser alguien interesante por el camino. Y la historia, esta pequeña historia, terminó como deben terminar siempre las buenas historias:
As I was walkin' away
I heard her say over my shoulder,
"We'll meet again someday on the avenue,"
Tangled up in blue.
I heard her say over my shoulder,
"We'll meet again someday on the avenue,"
Tangled up in blue.
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