Esta mañana lo supimos gracias a The Local, periódico internacional de noticias suecas en inglés. Ingmar Bergman, niño sin padres, infancia psicótica y preñada de dolor cinematográfico, el avistador del fuego, no era el hijo biológico de Ernst y Karin, los protagonistas de Las mejores intenciones. Ingmar Bergman, niño de nadie y coleccionista profesional de miedos, el eterno poeta de lo gélido y de la compasión imposible, el que terminó su filmografía con una madre que pronunciaba apenas dos palabras ("...mi hija"), el que una vez muerto ha sido re-colocado biográficamente por su propia nieta, prueba de ADN mediante.
Qué podría decir yo, salvo imaginar quizá por qué Bergman fantaseó durante toda su infancia ser hijo de otros padres mejores (los famosos artistas de circo de Fanny y Alexander o de Linterna mágica), o por qué retornaba una y otra vez al problema del niño abandonado, el niño incrédulo, el niño sin raíces, el niño odiado secretamente por un fantasma materno que lo despreciaba hasta las heces. Ahora se muestra, como en un espejo, todo el dolor de un hombre que escribió, en el guión de Persona:
Sufriste durante varios días. Finalmente el bebé nació con fórceps. Miraste con disgusto y terror a tu bebé chillón y susurraste: “¿No puedes morirte pronto? ¿No puedes morirte?”. Pero sobrevivió. El niño gritaba día y noche, y tú lo odiabas. Estabas asustada y tenías remordimientos de conciencia.
Todo estaba allí, en cierta medida. El hijo, la madre, la sangre. Tres vértices que se deslizan una y otra vez por su filmografía como una planta carnívora. En el umbral de la vida, Sonata de Otoño, El rostro de Karin... de pronto todas las cintas han recobrado una vitalidad terrorífica, se han convertido en cosas que chillan y se desgarran en la oscuridad, el asesinato del niño en La hora del lobo, todas las mujeres que abortan aquí y allá en su filmografía, el niño abandonado y roto de Un verano con Mónica, niño al que su padre sostiene heróicamente frente a su espejo.
El cine de Bergman, de pronto convertido por obra y magia de una revolución/revelación total en el cine del huérfano, el cine de la ausencia, el cine del abandono. Todo estaba ya, qué duda cabe, saturando cada uno de los textos y de los fotogramas que conforman sus íntimas y dolorosas confesiones. La niña de Infiel convertida en carne fresca para antropófagos, los huérfanos europeos que golpean desesperados los cristales del tren en La sed, suma y sigue. De pronto, como ocurre a veces, me gustaría volver a escribir desde el principio toda mi tesis doctoral, regresar desde la primera cinta y revivir la extraña y profunda fascinación que, año tras año, he sentido ante la obra del cineasta sueco. Ahora tenemos otra pieza del puzzle, quizá no la definitiva -sigo pensando que la definitiva, sin duda, se llama "Historia de Europa en mitad del Gran Naufragio postHolocausto", pero de eso ya hablaré en otro momento- pero al menos una lo suficientemente sólida como para explicarnos por qué un hombre se obligó, en más de 50 películas, a reescribir su propio nombre.
Y es que, después de todo, si al menos una minúscula parte de lo que Lacan dijo en su "Seminario III" ha resultado ser cierto, la labor vital de ciertos hombres no es sino reescribir su nombre en mitad del dolor, reescribirlo hasta que por fín queda grabado para siempre en la mueca de un cadáver, o a lo peor, en la lápida de un cementerio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario