25.4.06

Noche perdida en Los Ángeles


Hay un momento en el boulevard al este de la ciudad en el que los cadillacs de las grandes glorias derrapan por un asfaltado de sueños. Niñas guapas que quisieron dedicarse al cine trabajan sirviendo pop-corn trasnochado en los cines al aire libre de la ciudad o de fregaplatos en la cocina del Hotel Savoy. Algunas, las más, acabaron haciendo películas soft-porn para que las pasaran por el Cine Rialto de Nueva York después de felarle los miedos a un tipo gordo en una de las oficinas de los suburbios. Ya sabes a lo que me refiero. La gloria es un chiste de mal gusto en esta ciudad, casi como en todas.
Esta noche Nicholas Ray ha bebido demasiado bourbon y está vomitando sin tregua en los lavabos sucios de un after ilegar en el que juega a las cartas con Robert Aldrich. En una habitación de la planta cuarta, Bette Davis está llorando mientras arroja un teléfono blanco contra el empapelado del cuarto. Ahora no está produciendo dólares en taquilla. Es una mujer hermosa y maldita, desesperada, una mujer con el corazón roto que apenas podría diferenciarse de las chicas del Rialto de no ser por el tamaño de su guardarropa. En el tercer estante, hileras interminables de blanquísimos zapatos puestos en fila.
Yo me había enamorado de la camarera de un pequeño garito que se encontraba al fondo de un callejón maloliente en el que no paraba de llover. La chica en cuestión tenía un poster de Bogart y me comentaba:
- ¿Ves, Aarón? Los tipos de verdad tienen cáncer hasta en los zapatos y son capaces de beber hasta caer redondos y, a la mañana siguiente, llevar a sus hijos al colegio.
Cuentan que cuando la ex-esposa de Bogart murió durante el rodaje de "La reina de África", él y John Houston se pegaron tal borrachera de despedida que al día siguiente fue absolutamente imposible rodar ni una maldita toma que mereciera la pena. Bogart era un tipo glorioso, y cuando se marchó del circo (en una caja de pino, murió con las botas puestas, como Anders Ek, otro glorioso del que nadie se acuerda) en Los Ángeles no quedó ni un maldito tipo que no brindara por él. Tampoco ninguna mujer que no le amara.
Quise escapar de Los Ángeles hacia la isla de Färo (con paradas en Estocolmo y en Uppsala) pero me dijeron que no quedaban billetes, que el aeropuerto se había llenado de goteras, que había un indigente con un saxofón que versionaba temas de Stan Getz a la entrada del aeropuerto y que quizá sería mejor pensar en otra cosa.
Yo estoy sentado en Sunset Boulevard y sé que no me esperan en ningún sitio.
Casi es mejor así.

No hay comentarios: