Echo de menos a Tomas Pandur. Quizá debería empezar diciendo eso. No hace ni un mes que asistí a su último montaje ("Cien minutos", en el Centro Cultural de la Villa) y ya me siento un poco huérfano. Cuando Tomas Pandur se baja de los escenarios a mí me invade una tristeza y una lejanía que no tiene límites. Es un poco lo que va ocurrir el día que dejen de proyectar "Saraband" en los cines de Madrid (todavía arriesgan por ella en el Pequeño Cine Estudio), o lo que ocurrirá el día en el que Jose Luis Alvite deje de hacer columnas.
En mi último artículo sobre Pandur hacía mucho hincapié en la subversión, en la provocación, en el vómito habitual. Es una manera de enfocar la tremendísima obra del dramaturgo. Yo mismo caí en el tópico del tópico y me dejé arrastrar por la pasión y la violencia de después de ver "Infierno", obra categórica y maravillosa. Ahora, un mes después de "Cien minutos", con la obra apenas digerida (a veces creo que mis cábalas al respecto no se agotarán nunca), uno quisiera hablar de Pandur como hombre desesperado, como una tristeza teatral sin límite. Quizá fuera la guerra de Bosnia (sobre la que con tanta frecuencia suelo disertar en este espacio) o quizá fuera una necesidad criminal de contar historias.
Pandur provoca simplemente por miedo a que no se le escuche. Muchos dicen que ha inventando un nuevo lenguaje teatral, lo que no me parece del todo cierto (la vanguardia es la vanguardia, y se lleva haciendo vanguardia desde que Pandur llevaba pañales), y muchos dicen que se limita a hacer un teatro insulso a medio camino entre el Cremaster Cycle de Matthew Barney y las videoproyecciones de La Fura Dels Baus. A mí me parece que Pandur está forjando algo grandioso, una especie de collage/teatro que utiliza de manera compulsiva las bandas sonoras de las películas de Kubrick y se saca de la manga auténticos momentos escénicos. Una mujer vestida de novia que llora al escuchar un teléfono en "Infierno". Un hombre que rompe a llorar en mitad de la cena introductoria de "Cien minutos". Momentos escénicos. Diez segundos, un minuto, un breve fragmento insertado en la obra y que consigue que el espectador experimente la verdadera pasión. Pandur hila esos momentos con una maestría insuperable. Es capaz de llenar una obra sin demasiada coherencia narrativa (lo de la adaptación de Dostoievsky es, cuanto menos, intrigante) a base de esas pequeñas "descargas emocionales", es capaz de llevarnos al centro mismo de su dolor. Algo que muy pocos creadores son capaces de hacer.
Dicen las malas lenguas que está trabajando en una adaptación de "El cielo sobre Berlín" con la compañía de Nacho Duato. Es indudable que, de llegar a ser cierto, Pandur puede superar de manera radical (e incluso bochornosa) la película de Wenders. Yo paseo por las calles de Madrid en busca de ver su nombre otra vez en los carteles, en busca de un nuevo aliento teatral que destroce de una jodida vez la colección de musicales de la Gran Vía.
1 comentario:
que maravilla, otra persona con mi misma lectura del teatro de Pandur. tenemos mucho por hablar.
camilo
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