Ciertas películas de Saura son como el beso que me dejan en los labios las mujeres que soñaron los marineros del Kursk la noche que se cernió la oscuridad sobre ellos y supieron, simple y llanamente, que no emergerían jamás. Los marineros son las alas del amor, escribió Cernuda, menos los marineros del Kursk, que me visitan de tanto en tanto y se quedan dormidos aquí, en la esquina más recóndita del pecho.
Si quieres saber hasta dónde puede llegar el cine, basta con mantener la mirada, el tiempo suficiente, en este único plano de Mamá cumple 100 años.
Geraldine Chaplin, que es tan hermosa como las algas que susurraban entre los cráneos de los cadáveres de los marineros del Kursk o cosa parecida, asciende con todo su dolor por un camino que, ciertamente, no desemboca en ningún lugar. Es el Cristo descalzo de un único pie que porta su sombra, que porta la planicie castellana, el sol, la soledad del mundo. La Chaplin es el Agnus Dei que se atraviesa el pie en los caminos llenos de luz y polvo de este país de mierda, la mujer abandonada. Su cojera, su dolor, su ovillarse como un animal enfermo de amor y de traición, agarrarse el estómago que es ese vientre que no concibe hijos sino serpientes. Llega el contraplano.
Y en la gestión del punto de vista el hombre -culpable- es arrojado al principio del camino, y también es quizá su sombra, pero es una sombra que no es tanto una cruz como una muesca. Sin embargo ella no puede alzar la mirada, sino que memoriza con precisión todo el dolor que amenaza con partirla por la mitad, y sin duda, hay que leer con cuidado el gesto de sus manos, manos entre el sexo y la garra, manos que nunca confesarían el dolor de seguir, en cierto sentido, memorizando la piel de aquel otro que no la ha amado nunca. El gesto: no poder caminar. No poder, simplemente, seguir cargando la cruz del propio amor. Necesitar, por el contrario, ser la cruz de alguien.
Escapar del camino únicamente siendo la cruz de aquel que nos ha traicionado, que nos ha esclavizado, que nos ha nombrado en la ausencia de su deseo.
Y poder sonreír. Y se lo pido de nuevo, como se lo pido siempre. Miren el plano.
Miren cómo las manos de ella se trenzan como dos raíces, dos enredaderas de piel y sangre sobre su verdugo, y cómo la cámara a su vez genera un pequeño, leve, casi imperceptible contrapicado. Y debe ser leve para no caer en la fantasía de la épica, ni en la tentación de la redención. Sólo están esos dos cuerpos ligeramente, sutilmente elevados apenas unos grados allí donde la cámara ya no es simplemente frontal, sino que se arrodilla ligeramente ante aquellos que aman, se destruyen y se perdonan. Se arrodilla allí donde hay una cruz de amor/deseo, pero no se tira al suelo como lo hacen los malos creyentes y los fanáticos, sino que símplemente genera la más profunda humillación: escribe, con reverencia, con cuidado de no mostrar más allá de lo imprescindible la belleza del gesto de ambos cuerpos. De tal manera que el contrapicado sólo se hará evidente cuando la mujer acerque su boca a la oreja del hombre.
Y la acerca, sin duda, como quien puede confesar el más estricto de los secretos. Pero nada dice. Nada pronuncia. Y es digno de sentir ese temblor y tomar a pecho descubierto la fuerza del enunciado: la más verdadera de nuestras cruces es tan elocuente que simplemente calla. Y de ahí que Saura introduzca, un poco después, el plano del tercero que mira.
De ella, de Natalia -Amparo Muñóz, que fue nada menos que Miss Universo- sabemos que es, por definición, la mujer perfecta. El fantasma tan completo del deseo que no tiene, por decirlo con toda brutalidad, más agujero que sus agujeros. Fuma porros, es joven y lo será eternamente, siempre está presta para el sexo, escucha una música exquisita. Pero no tiene falta, y por lo tanto, no puede ser cruz. Y si no puede ser cruz, ¿qué sentido tendría recogerla de un camino de polvo y luz? Pero su mirada es absolutamente demoledora: sin duda, envidia. Envidia, de nuevo, lo que muestra el contraplano.
Envidia la complicidad entre un ser humano y su capacidad para perdonar, y a su vez, la capacidad para aceptar el perdón y seguir caminando, seguir atravesando el encuadre, paso tras paso. Algo no es suficiente en el deseo ni en la perfección, algo no se agota en la promesa inagotable de ser el mar perpetuo para un cuerpo. Queremos, ciertamente, ser lo suficientemente buenos para recoger al Otro descalzo, y a su vez, someternos a su piedad. Saura lo remarca con un impresionante primer plano sobre el mismo eje óptico.
La felicidad, por supuesto, está en la mirada. Y la mirada se arroja más allá del encuadre, en la zona derecha de esa habitación donde no habrá nadie que la folle ni que la escuche, sino simplemente la negritud (foscor, hermosísima palabra) en la que lo único que quedan son las pesadillas de saldo y los insomnios que todo el mundo ha padecido ya.
No es suficiente. Ni siquiera para una mujer que lo tiene todo menos su propia falta.
¿Qué queda en la oscuridad? Sin duda, un terrible silencio para aquellos que no han sido atravesados por las garras (que son raíces) de su propia cruz. Que no han llegado a escuchar no el silencio de una habitación vacía, sino el silencio de su cruz misma.
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