11.4.14

Noé + Nietzsche

Aronofsky
Noé, Darren Aronofsky, 2014
   En algún momento sin determinar comenzamos a sentir repugnancia por el mito. Detrás del mito hay siempre una promesa que se escribe en oposición a la violencia, como respuesta a la violencia, al hilo de la violencia misma. La violencia forma parte de cada gesto porque es lo único que queda frente a nuestra limitación, frente a la catástrofe. Incluso en el interior de Auschwitz surgió el mito, se susurraron leyendas propias sobre rebeliones, escapes, actos heróicos. El acto mismo de enunciar, de crear un mito en el punto de ignición de nuestra angustia nos confirma como seres humanos, y precisamente por eso, de alguna manera imprecisa, nos salva.

    El Aronofsky de los mitos -el de El luchador o el de ciertos tics de La fuente de la vida por ejemplo- siempre me ha interesado razonablemente poco. Su filmografía parte de una naturaleza quebrada entre un gesto de pánico ante el espejo y la necesidad urgente de suturar la tentación del abismo. Así, el suyo es un diálogo personal, tozudo, muchas veces tan hermético y oscuro que resulta fascinante verle luchar, fotograma a fotograma. El suyo es el rictus de la anciana de Réquiem por un sueño que susurra, al inicio de la cinta: Al final, todo se arreglará.

    De hecho, Aronofsky es quizá el director más profundamente nietzscheano que tenemos. Sus cintas se construyen en torno al desgarro dionisíaco (habría que estudiar la partitura de Clint Mansell para Réquiem por un sueño en esa dirección), anclándose a su vez en la posibilidad de un equilibrio dórico, apolíneo, que nos catapulte hacia la vida. El mal lector de El nacimiento de la tragedia corre el riesgo de entender que ambas fuerzas quedan enfrentadas, cuando -como ocurre en la filmografía de Aronofsky- su lucha tiene una juntura, un equilibro pregunta/respuesta en la que el mito ni oculta el horror mismo de la existencia, ni niega la posibilidad de que nuestra vida tenga sentido como acto estético puro.

    En Noé, Aronofosky ha acometido una teodicea con sabor épico. Y ya sólo por eso habría que quitarse el sombrero. Y lo ha hecho, además, desde la fuerza que atraviesa todo el Antiguo Testamento. En algún lugar de Más allá del bien y del mal, Nietzsche ya señalaba que la primera parte de la Biblia era un prodigio mítico -muy superior, en su opinión, al mensaje de piedad cristiana-, en el que la moral todavía no estaba definida desde los mecanismos que igualan verdad, belleza y bondad. De ahí que la tensión de las imágenes de Noé (la reescritura de todo el Génesis, con su impresionante actualización del gesto asesino) recupere sin pestañear el fondo oscuro de la desesperación dionisíaca: el mito no ofrece consuelos baratos, no acepta cuproníqueles caritativos, la voluntad de Dios -especialmente su silencio- puede ser tan loca y tan extrema que nos exija matar a nuestros propios hijos... (sin olvidar, por supuesto, que Dios subió la apuesta -cosa en la que Nietzsche quizá no entró nunca, ya que desmontaba su montaña rusa circular del tiempo- cuando mató a su propio hijo en la cruz, o al menos, esa es la terrible novedad de la experiencia cristiana).

La pasión de Cristo, Mel Gibson, 2004
    Muchos amigos no entienden que todas las semanas santas vuelva a ver La pasión que rodó Mel Gibson. Lo hago -como sin duda volveré a ver el Noé de Aronofsky- precisamente por la necesidad que siento en el umbral del mito, despojado de las instrumentalizaciones eclesiásticas habituales. Al principio del post he escrito "En algún momento sin determinar, comenzamos a sentir repugnancia por el mito", y quizá debería haber escrito "comenzamos a sentir repugnancia por el mito a causa de aquellos que lo instrumentalizaron sin atreverse a transitarlo". Porque transitar un mito, atreverse a clavarse contra sus aristas, crucificarse en el mito, es una experiencia tan terrible que pone en jaque todo lo que hemos pensado a propósito de la condición humana.

    Me interesa el Noé de Aronofsky precisamente por lo que tiene de loco, por su caída en la demencia que le hermana con el matemático de Pi, con la anciana de Réquiem o con la bailarina de Cisne Negro. Los cuatro, en algún momento, comienzan a escuchar la llamada de un mandato homicida y autodestructivo (la ciencia, la televisión, la madre... y ahora, Dios) que les conduce directamente hacia la experiencia de la locura. Noé es nuestro Centauros del Desierto, en tanto el gesto brutal homicida del héroe -que es, después de todo, la base de la tragedia- sólo puede ser frenado por sus herederos. Pero Aronofsky, afortunadamente para nosotros, no repite el gesto Fordiano y una mirada cínica nos demostrará que su mito acepta voluntariamente su insatisfacción, su finitud: somos homicidas, somos caníbales, y todos los diluvios del mundo no van a cambiar eso.

    Nietzsche propuso la estética como solución al problema de la nada. Aronofsky se vale de la estética para no cejar en su empeño de hacer bailar en sus fotogramas lo apolíneo con lo dionisíaco. Lo fundamental, por supuesto, es el planteamiento mismo del problema a través de la imagen -el viaje de Noé por el poblado de los caníbales como gesto de derrumbe total del protagonista-, y el hecho de que todavía queden creadores con la fuerza suficiente como para no guardar silencio. Y sólo en la posibilidad de que sigamos luchando, aullando en gesto unamuniano contra Dios y enarbolando una teodicea, la existencia misma del cine queda justificada.

    Porque una vez muerto el mito, una vez desconectado, lo único que nos queda es la posibilidad misma de la furia, la teodicea. Para reconstruírlo, por supuesto. Para volver a él, violentamente.

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