23.4.14

La tristeza de Sant Jordi: Porque la noche es oscura y alberga horrores

Sant Jordi
Leer está de moda. Como el MDMA, jugar a la galleta, hacer la ouija, sufrir el Edipo en silencio y el nuevo disco de Russian Red.
    En unos meses tendré que acudir a la boda de un primo segundo. Boda rural, con sacerdotisas de manteca semianalfabetas vestidas de remolacha baratera, orquestina de pueblo tocando Que la detengan y gente hablando de tunning a la hora de los postres. Porque la noche es oscura y alberga horrores. Las bodas me ponen triste y me angustian. Pero, como bien me dijo Santa Juana de los Mataderos hace cosa de unos días a la hora de la cena:

- ¿Acaso hay algo en el mundo que no te ponga triste y te angustie, Aarón?

    Y es casi cierto. Me ponen triste los hospitales, las canciones del verano, los relojes, los niños pequeños, los preservativos, los vendedores de La Farola, los institutos, las fotografías analógicas, los barrios viejos de las ciudades y sus ensanches, las postadolescentes de rubio teñido con tetas enormes que mascan chicle con la boca abierta y mueven los brazos en las fiestas de los pueblos, las latas de coca-cola con nombres impresos. Me ponen triste las citas de Bucay, las pornstars que escriben en su Twitter con faltas de ortografía y los tipos que retuitean, Me pone triste el California Dreamin´de Bobby Womack. Los últimos discos de Amy Macdonald y KT Tunstell me ponen muy triste. 

    Y Sant Jordi. 

    Sant Jordi es el Record Store Day de las malas editoriales, tu exnovia del colegio pegándole una felación a un tipo de Nuevas Generaciones en el Youtube, la celebración de los libros en un país que lleva como seña de identidad más íntima la estulticia y el descerebramiento. Sant Jordi me repugna porque pone a la vista de todos uno de los pocos bastiones que me quedan de la resistencia en los años de la infancia, en los años de la adolescencia, en los años de ahora mismo, años de compartir oxígeno con gente que me dice:

- A ti te que te gusta leer, ¿no te has leído Excusas para no pensar de Eduard Punset? ¡Es precioso!

   En fin, ustedes ya saben que yo vivo en un pequeño pueblo lleno de gente que, al decir de Esperanza Aguirre, debe ser muy española, porque les encanta martirizar toros en la plaza. Los chavales con doce ya le están pegando al Fortuna aliñao que le roban a sus viejos cuando vienen de recoger naranjas. Alguna vez me pregunto cómo sobreviven esos niños que ya ni van a la biblioteca a consultar el Internet porque lo tienen en el smartphone que les regalaron por su cumpleaños. No hay ni una puta librería en mi pueblo -si acaso, una tienda de encurtidos que vende también la biografía de la Esteban y las memorias de Zapatero-, y la más cercana pilla a casi una hora en bus. Pero eso sí, tenemos equipo de fútbol propio, discomóvil que da por culo a los vecinos, muchos toros, flamenco local, una banda municipal con mucho chimpúnchimpún que, igual entre una selección de zarzuelas, se marca una versión de Que la detengan con la dulzaina que no es pot dir amb paraules

    ¿Qué se celebra en Sant Jordi? ¿Analfabetos con carrera? ¿Materia adiposa enchufada al noble ejercicio de la supervivencia? 

Dostoievsky
Tengo un reloj que se para. Siempre que tú de mí te separas (Walt Whitman)
     Todo esto viene a que los libros, precisamente, han sido el anclaje en el que uno, peor que mejor, ha sobrevivido. Los libros de cine como proyecto vital. Y los otros, claro. Los libros de King en los trece, de Kafka en los catorce, de Arthur C. Clarke en los quince, de Francisco Umbral en los dieciséis, de Irvine Welsh en los diecisiete, de Bukowski en los dieciocho, de Lorca en los diecinueve, de Kerouac, Ginsberg y Burroughs en los veinte, de Dostoievsky en los veintiuno, de Bergman en los veintidos, de Freud en los veintitrés, de Bret Easton Ellis en los veinticuatro, de Lacan en los veinticinco, de Bauman en los veintiseis, de Zizek en los veintisiete, de Friedlander en los veintiocho, de Roth en los veintinueve. 

    De Heidegger y Proust en los treinta.

    Esa es mi foto, y en los márgenes de la misma, lo que queda es la tristeza de la que comenzaba hablando en el primer párrafo de la entrada. Leer, pese a lo que ciertas tuitstars estás diciendo estos días, te otorga un mapa sobre todo aquello que está agazapado en lo real. Marca una diferencia en la que el esfuerzo hacia el texto se convierte en sentido mismo de la vida. O al menos, qué remedio, de la mía. Ni un libro ni una buena película son contenedores en los que arrojar con un gesto de asco el tiempo que se clava en nuestro aburrido esqueleto, los cuarenta minutos de camino al curro o los veinte minutos antes de irse a dormir. Leer es un acto radicalmente sagrado, porque -si se hace bien, si se es consciente de lo que ocurre de verdad en el texto-, leer es recibir la llamada de auxilio de alguien que está a punto de pegarse un tiro en la cabeza.

    (Alguien que, por cierto, puede estar al otro lado del espejo) 

    ¿Qué se celebra en Sant Jordi? Nada en absoluto. La tristeza, la extrañeza, el asco hacia la supervivencia. Pero eso se celebra durante todo el año en cualquier librería. Se viene celebrando desde siempre en los patios de los colegios, a ostia limpia contra el lector, y en las nóminas de los intelectuales que caen sin un duro, con un cáncer de pulmón y un hijo muerto. Es la gran fiesta de la barbarie. La económica y la de dentro. 

    Y eso, ya lo saben ustedes, me pone triste. 

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