Hace ya algunos años, escuché a Manuel Vidal Estévez hablar a propósito de La chinoise en uno de los congresos de la cosa del cine. De aquella intervención me quedé con una de esas apostillas personales que deja escapar de vez en vez el maestro, con su inquebrantable humor adolescente: "A mí algunas veces me gusta volver a analizar las películas que en su momento me dijeron algo, por ver cómo hemos cambiado y qué pensamos ahora". Semejante declaración de amor hacia el análisis fílmico -la posibilidad de que el tiempo nos haya permitido envejecer bellamente junto a la linde de unas ciertas imágenes- me sigue emocionando por su descarada sabiduría e ingenuidad.
Ando ahora mismo enfrascado en mudanzas -en breve dejaré Jedwabne, con sus perros quinquis y sus niños mal amaestrados-, y en uno de los viejos cartapacios de cuando los años de la Universidad ha aparecido, como una magdalena proustiana, el póster de Lucía y el sexo que me regaló una hermosísima adolescente de aquel tiempo -queda feo decirlo, pero creo que se casó con un mentecato que trabaja para una sucursal americana. Puedo añadir que, con excepción del cine, yo lo he descubierto casi todo tarde en la vida: el amor, la perversión, el pop, el propio Proust. Y en la posibilidad de que Lucía y el sexo retornara, en apenas un parpadeo, con la sugerencia de una significación que ya no tienen las imágenes, pero cuyo extraño calor todavía se encuentra presente de alguna manera en el envés de las mismas. Creo que tiene que ver con las cenizas de las que habla Didi-Huberman por algún lado, las cenizas de la imagen que sólo sirven para demostrar que alguna vez hubo un fuego concreto capaz de habitarlas. (Al contrario de lo que suele ser habitual, y aquí me permitirán que esboce una sonrisa, Didi-Huberman está hablando del Holocausto y yo estoy hablando del amor, pero nos hemos encontrado en el mismo paralelo discursivo).
Hubo que odiar mucho a Médem durante algunos años. Cuando todo el mundo seguía enchufándose en vena Los amantes del círculo polar -que, ahora puedo confesarlo, nunca consiguió emocionarme por muchas velas que le encendiera en mi iglesia pobre de aspirante a analista fílmico-, yo estaba obsesionado con Lucía y el sexo, que tenía ese erotismo tontorrón y sonrojante, esa indescriptible ingenuidad que no pudimos perdonar años después, la ingenuidad de las viejas historias llenas de escritores y nínfulas. Pasado 4º de carrera me estampé contra lo Real y en lo Real no existía la posibilidad de que la vida fuera una obra de arte total, ni esperanza alguna en la existencia misma de esa Lucía que el cabrón de Médem nos había conjurado en la ouija de contrachapado de los niños pobres, los malos escritores y los tipos que esnifábamos gris skyline a las seis de la mañana para ir a currar. No hubiera sido posible Lucía, a la que las feministas airadas despellejaban en la plaza pública, y a la que yo dejé voluntariamente de buscar porque demostraba siempre en público que eras un imbécil (ingenuo) que todavía seguía creyendo en las imágenes.
- Pues a mí me gustó Lucía y el sexo...
Y ya quedabas ahí, en ese mismo segundo, desprestigiado de por vida ante cualquier Otro que hubiera sido capaz de madurar lo suficiente. Pero las imágenes, aunque sea en forma de ceniza, retornan siempre y en el arrebato brutal de la primavera -la primavera como quintaesencia de lo dionisíaco, que escribió Nietzsche-, es donde todavía anidan las traiciones hacia la propia creencia y hacia la idea misma de que la vida hubiera podido ser de otra manera. Incluso si Médem no hubiera seguido haciendo cine -lo que quizá hubiera sido mejor para todos, especialmente para él mismo y para su leyenda-, incluso si Najwa Nimri hubiera podido ahorrarnos la portada del Rat Race, incluso si yo mismo hubiera seguido siendo aquello que no puedes ser pasados los veintiuno sin convertirte en un subnormal. O en un fantasma.
Pero de igual modo que ciertos versos de Gil de Biedma me arrancaron la posibilidad misma de seguir creyendo en un mundo en el que existiera Lucía -Podría recordarte que ya no tienes gracia/que tu estilo casual y que tu desenfado/resultan truculentos/cuando se tienen más de treinta años-, quizá llegue el momento de plantearnos por qué acabamos odiando imágenes que tanto habíamos amado, quién nos robó la posibilidad de creer en ellas, o a lo peor, cómo pudimos permitirlo. Por qué de aquel tiempo lo único que nos queda es la cara de gilipollas de quien esperaba que llegara el Apocalipsis que no llegó nunca y ahora mira al infinito con los ojos vacíos y, ustedes ya lo saben, la boca llena de un pastel de carne -la esperanza- que sabe a cenizas.
Guardo el póster en el cartapacio y lo empujo cuidadosamente al fondo del armario. Cambian las imágenes pero no cambia el proyecto de dejarse arrasar por las mismas. Pensamos que la pérdida de Lucía nos arrebataría las entrañas aunque, quizá, nos consuela saber que al otro lado del espejo tenemos cada vez un rostro que remite puntualmente al de Jep Gambardella. Y con eso, para seguir vivo es suficiente. Al menos a este lado del proyector.
Suficiente.
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